Palabras clave (key words): poseídas
clarividentes, Fray Toribio, Urbain Grandier.
Con las supuestas posesiones de monjas en San Plácido, se
desató la imaginación de los madrileños. Se pensaba que tras la posesión demoníaca
las víctimas adquirían el don de la clarividencia y otros conferidos por el
demonio, como un exquisito detalle de agradecimiento. El propio Jerónimo de Villanueva
creyó en los poderes de la abadesa y recomendó al Conde-Duque, preocupado por
no haber logrado un hijo varón en su matrimonio, ir al convento y tratar de
lograr la intercesión del demonio Peregrino.
No sé si el noble, algo amigo de lo hechiceresco, se
sometió a la rutina habitual en estos casos, que describe Carolina
Alonso-Cortés en su obra Villamediana:
se recurría a realizar el ayuntamiento conyugal dentro del convento, rodeados
por once monjas, que representaban el número de los apóstoles, excluido Judas
Iscariote, como pedía el rito.
Muchos hombres cortejaban a las monjas. Estos amadores,
llamados galanes monjiles, asistían a las misas y novenas que se celebraban en
las iglesias conventuales y también a los locutorios, a los tornos, en los que
podían dialogar con sus adoradas, mezclando sutilmente el amor divino y humano.
Las profesas gracejaban con soltura y recibían de los caballeros estampas de
santos, dulces, frutas, etc. La situación debió de hacerse conocida y hasta los
extranjeros contaban con asombro las cosas que habían visto en Madrid. Los
herejes iluministas trataban de alcanzar la gracia pecando. Los clérigos de la
secta tenían que unirse a mujeres santas para engendrar profetas y decían a las
monjas que esos pecados eran gratos a Dios, sobre todo los de la carne.
En realidad, por razones que no son para desarrollar
aquí, existía una clara diferencia entre dos clases de monjas: las que tenían
verdadera vocación, llamadas monjas de coro, y las monjas de grada, que hacían
una vida muy secularizada. Recibían a familiares y a hombres que hacían pasar
por parientes. Algunas tenían legiones de admiradores, de los que a veces
conseguían dádivas de diversa importancia.
Encuentro en la inagotable Internet un libro inédito, de
1680, Tira la piedra y esconde la mano,
de fray Toribio Cornelio Cabeza de Baca, natural de la ilustre villa de Cabra,
del que ha hecho una edición crítica, como tesis, una Doctora en Literatura, Paula
Martínez Sagredo, de Chile. La obra narra el acerbo desencanto de una relación
con una monja, doña Joana Eufemia, y el autor aclara que lo escribe como
“antídoto contra el veneno de tocas infiziondas” (pestíferas). De ella cuenta:
“Ydolatrada prenda de un ziego benefiziado que, proterbo en su [ ]belesso y
pertinaz en su engaño, juzga ser el vnico unicornio de su entretenido empleo,
siendo actual vigésimo primo amante”.
La tal monja cuenta con muchos amadores y a todos engaña.
Escribe a uno: “Bien mío, tu papel es la
atriaca, contra el beneno de ausenzia, y con él oi se restaura mi salud, feliz
mil bezes quien mereze tal mañana. […] Pero alivia mis congojas el deseo y la
esperanza, de que si oi no puedo berte para otro día abrá grada. Tuia, doña
Joana”.
Escribe a otro y organiza su tiempo: “Para las dos de la
tarde, hijo, te aguarda vn desperdizio de amor que vibe de oras menguadas. […]
Y mira, no vengas antes ni después, porque ocupada me tiene oi la priora en
unos dulzes, mal aia término tan limitado en una triste enzerrada cuio sujeto
albedrío malogra sus esperanzas. Perdóname si soi brebe, que aún para este
alibio falta tiempo. […] Siempre tuia, doña Joana”.
Habría para escribir mucho más sobre el tema. Un caso
parecido al de San Plácido fue el ocurrido en el convento de Ursulinas de
Loudun, Francia, que terminó con el sacerdote Urbain Grandier quemado vivo en
la hoguera. ¡Qué diferencia, en este caso, frente a la lenidad en España! Escribí con algún detalle sobre esto en el segundo tomo de mis
ensayos Por si ayudaran…
En resumen, recomiendo a sor Lucía que se venga ya para
Madrid, que aquí no estamos ocupados con secesiones y tratamos de vivir alegres
los cuatro días que nos dan. Podrá escoger galán, amar totis viribus a quien quiera y olvidará sus cuitas. Otra monja, Santa Teresa, pensaba que
el demonio era infelicísimo porque no podía amar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario