Palabras clave (key words): Sor
Margarita de la Cruz, convento de San Plácido, Felipe IV.
El caso de la monja que se ha declarado enamorada de
Artur Mas, Sor Lucía, podría tener su lado tenebroso y triste: el del amor no
correspondido o imposible, que ha sido, es y será uno de los más acerbos e
injustos sufrimientos que el destino puede deparar a un ser humano. Me conmuevo
ante esta posibilidad y me pregunto si, en el caso de que Sor Lucía fuera víctima
inocente de esa desgracia, no haría bien tornando su mirada a otras tierras.
Porque, ¿hay vida fuera de Cataluña? Yo creo que sí.
Lo digo, porque aquí, en Madrid, hay una cierta tradición
de monjas arrasando en esto del amor y volviendo locos de pasión incluso a los
mismos reyes. El caso de Sor Margarita de la Cruz fue tan sonado que casi no
habría que contarlo. Un protonotario del siglo XVII, Jerónimo de Villanueva, un
día se fue de la lengua y ponderó con entusiasmo la belleza de la monja, en
presencia del monarca, que encandeció de amor al instante. Había que tener cuidado
con estas alabanzas ante Felipe IV, que estaba muy atento a estos asuntos. Este
era un Austria, no un Borbón, pero malicio yo que en estas cosas todos los
reyes son parecidos y, a más a más, para emplear un catalanismo, son iguales
que otros muchos humanos, aunque no pertenezcan a la realeza ni por asomo.
En Madrid quizá los aires son más propicios a este tipo
de enredos. O sea, que si el señor Mas no responde como noble caballero a la
sincera y apasionada confesión de Sor Lucía, podría la pobre venirse por aquí. Como
será la cosa por estos lares, que Felipe IV no cejó hasta que, por un pasadizo
secreto, pudo llegar al convento en el que vivía Sor Margarita, el de San Plácido,
y a su mismísimo dormitorio.
La que no estaba por la labor era la monjita y, sabedora de
las intenciones del rey, se lo contó a la abadesa, doña Teresa Valle de la Cerda, que
habló con los nobles para que disuadieran al rey. Estos debieron de contestar
algo así como “Madre Teresa, no conoce usted al pájaro”, por lo que la abadesa
no vio otra solución que poner un ataúd en la celda de la monja, en el que
colocó a Sor Margarita amortajada, con una cruz en las manos y rodeada de
cirios ardientes. Cuando llegó el rey, pensó, con buen criterio, que llegaba
tarde y a deshora y se torció el suceso. El engaño no duró mucho, que todo
acaba sabiéndose, y el monarca entró de nuevo al convento. La monja pensó que
lo de morirse dos veces el rey no se lo iba a creer, se rindió y este consumó
sus deseos. ¿Cuántas veces? Y yo qué sé, lector. Me preguntas unas cosas…
Luego el rey se arrepintió un tanto —a buenas horas— y
como desagravio mandó al convento el famoso Cristo yacente de Velázquez, que
estuvo en la sacristía de la iglesia conventual hasta que
fue trasladado al Museo del Prado. También se cuenta que envió un reloj que
cada quince minutos tocaba a muerto y estuvo sonando todos los días, con sus
noches, hasta que murió Sor Margarita, lo que no dejaría de ser un incordio.
Quizá hasta la propia monja pensara que habría sido mejor entregarse de
primeras, no hacerse la estrecha, y librarse así del dichoso reloj.
Estos rechazos monjiles no son raros. En mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos,
tengo yo contado que, en el barco en el que peregrinos se dirigían a Tierra
Santa, “viajaba un caballero de Mandovi, que, enloquecido por el amor, había
querido raptar a una monja en Fossano. A punto de conseguirlo, ella pidió a Dios
que le mandara la lepra, para conservar intacta su pureza, lo que ocurrió e
hizo huir al caballero, que se tornó pesaroso y penitente tras la milagrosa
mudanza”. Es que el cambio no fue ninguna tontería. De abrazar las, se supone,
tiernas y rosadas carnes de la monja, a quedarse con unos harapos humanos entre
las manos, hay una diferencia. Aunque hay hombres, aviso, que una vez
encarrilados no se paran en nada.
Tengo que hablar algo más del convento de San Plácido,
porque ocurrieron allí otros sucesos menos conocidos. Pero será otro día.
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