Palabras
clave (key words): Ferran Adrià, El Bulli,
Jules Renard, DRAE, RAE
Leyendo mi entrada anterior alguien podría creer que yo tengo algo
contra la cocina de vanguardia o de autor o, concretamente, contra el laureadísimo
Ferran Adrià. Se equivocaría casi completamente, si bien es cierto que escribí
con ironía, suave, sobre el folleto de la exposición que se celebra en la sede
de Telefónica, en Madrid. Porque rezuma una fraseología extremadamente pedante
y ya algo antigua —de intelectual advenedizo, de espontáneo saltando por
sorpresa al ruedo de la cultura—, que tendría que estar al borde de la
extinción, aunque veo que persiste en algunos reductos.
Subrayo, eso sí, lo de equivocación ‘casi’ completa. Lo de casi viene
de que a mí no me apasiona mezclar lo gastronómico y lo intelectual y no me
parece nada mal mantenerlos separados. “Todo tiene su momento, y cada cosa su
tiempo bajo el cielo”, se lee en Eclesiastés,
3-1. Por otra parte, los placeres de la mesa nunca estuvieron entre los más
indispensables para mí y, si hubiera residido en Barcelona, no habría hecho el
viaje al restaurante El Bulli, de más
de dos horas de coche, por ninguna degustación del mundo. Un viaje así, con un
objetivo único, exclusivo, sólo puede justificarse si es para visitar alguna
mujer esplendorosa y con plenas garantías previas. O sin garantías y confiando
sólo en los recursos propios del arte.
Repito que no había desdén
alguno en mis palabras. Ocurre que, cuando hablamos o escribimos, sobre todo en
las breves entradas de un blog, mutilamos el pensamiento y no tenemos la
seguridad de que el interlocutor interprete nuestro mensaje en su integridad y
con el mismo sentido que nosotros le damos. Ya decía, irónicamente, el escritor
francés Jules Renard que no deberíamos hablar, porque nunca se sabe cómo se lo
va a tomar el otro. Aviso de que con Jules Renard está pasando lo que con
Bernard Shaw, que a los dos les ha dado por hablar mucho después de muertos.
No todo en esta vida tiene
explicación, pero algunas cosas sí. Comencé a odiar este lenguaje petulante y
vacuo en un cierto momento en que la Sanidad española empezó a ser literalmente
asaltada por gentes que, con el ambiguo título de gestores, pretendieron
oficiar en altares justamente reservados a los profesionales sanitarios.
Términos como eficiencia, eficacia, calidad total, gestión integral, excelencia
global, etc., perfectamente lícitos, se propagaron con inaudito ardor y
liviandad.
Bataholas de pequeñeces llenan
también muchos de los currículos que he tenido que examinar en mi vida, por
diversas razones. El conjunto de datos es tan abigarrado que resulta casi
imposible discernir la importancia o trascendencia de lo que se presenta. El
hecho es tan perturbador que en bastantes universidades se pide ya, para la
provisión de cargos docentes, en cuanto a publicaciones, sólo su número total y
el contenido de las cinco que se consideren más relevantes. También se analizan
las citaciones logradas con los distintos trabajos. Estos metadatos son hoy
fácilmente obtenibles.
He visto recientemente el
currículum de un joven político español y es un ejemplo cumplido de lo que
comento. Hay tal diversidad de materias, de escenarios, de actividades, etc.,
que es difícil no aburrirse y mantener la calma necesaria para enjuiciar.
Revela, a mi juicio, lo errabundo, erradizo, erráneo, errante, errático,
errátil del personaje. O un intento deliberado de confundir. O ambas cosas.
He escrito seis adjetivos más o
menos sinónimos; todos están en el DRAE, 21ª edición. No aparece la cualidad
abstracta correspondiente: errabundez, erraticidad, por proponer algunas.
Tampoco, buscando en la web de la RAE. Existen, sin embargo, pudibundez,
aromaticidad, hermeticidad, etc. ¡Qué cosas!, ¿verdad?
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