27 de enero de 2015

Sobre la exageración, la pedantería y el engaño


Palabras clave (key words): Ferran Adrià, El Bulli, Jules Renard, DRAE, RAE

Leyendo mi entrada anterior alguien podría creer que yo tengo algo contra la cocina de vanguardia o de autor o, concretamente, contra el laureadísimo Ferran Adrià. Se equivocaría casi completamente, si bien es cierto que escribí con ironía, suave, sobre el folleto de la exposición que se celebra en la sede de Telefónica, en Madrid. Porque rezuma una fraseología extremadamente pedante y ya algo antigua —de intelectual advenedizo, de espontáneo saltando por sorpresa al ruedo de la cultura—, que tendría que estar al borde de la extinción, aunque veo que persiste en algunos reductos.

Subrayo, eso sí, lo de equivocación ‘casi’ completa. Lo de casi viene de que a mí no me apasiona mezclar lo gastronómico y lo intelectual y no me parece nada mal mantenerlos separados. Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo, se lee en Eclesiastés, 3-1. Por otra parte, los placeres de la mesa nunca estuvieron entre los más indispensables para mí y, si hubiera residido en Barcelona, no habría hecho el viaje al restaurante El Bulli, de más de dos horas de coche, por ninguna degustación del mundo. Un viaje así, con un objetivo único, exclusivo, sólo puede justificarse si es para visitar alguna mujer esplendorosa y con plenas garantías previas. O sin garantías y confiando sólo en los recursos propios del arte.

Repito que no había desdén alguno en mis palabras. Ocurre que, cuando hablamos o escribimos, sobre todo en las breves entradas de un blog, mutilamos el pensamiento y no tenemos la seguridad de que el interlocutor interprete nuestro mensaje en su integridad y con el mismo sentido que nosotros le damos. Ya decía, irónicamente, el escritor francés Jules Renard que no deberíamos hablar, porque nunca se sabe cómo se lo va a tomar el otro. Aviso de que con Jules Renard está pasando lo que con Bernard Shaw, que a los dos les ha dado por hablar mucho después de muertos.

No todo en esta vida tiene explicación, pero algunas cosas sí. Comencé a odiar este lenguaje petulante y vacuo en un cierto momento en que la Sanidad española empezó a ser literalmente asaltada por gentes que, con el ambiguo título de gestores, pretendieron oficiar en altares justamente reservados a los profesionales sanitarios. Términos como eficiencia, eficacia, calidad total, gestión integral, excelencia global, etc., perfectamente lícitos, se propagaron con inaudito ardor y liviandad.

Bataholas de pequeñeces llenan también muchos de los currículos que he tenido que examinar en mi vida, por diversas razones. El conjunto de datos es tan abigarrado que resulta casi imposible discernir la importancia o trascendencia de lo que se presenta. El hecho es tan perturbador que en bastantes universidades se pide ya, para la provisión de cargos docentes, en cuanto a publicaciones, sólo su número total y el contenido de las cinco que se consideren más relevantes. También se analizan las citaciones logradas con los distintos trabajos. Estos metadatos son hoy fácilmente obtenibles.

He visto recientemente el currículum de un joven político español y es un ejemplo cumplido de lo que comento. Hay tal diversidad de materias, de escenarios, de actividades, etc., que es difícil no aburrirse y mantener la calma necesaria para enjuiciar. Revela, a mi juicio, lo errabundo, erradizo, erráneo, errante, errático, errátil del personaje. O un intento deliberado de confundir. O ambas cosas.

He escrito seis adjetivos más o menos sinónimos; todos están en el DRAE, 21ª edición. No aparece la cualidad abstracta correspondiente: errabundez, erraticidad, por proponer algunas. Tampoco, buscando en la web de la RAE. Existen, sin embargo, pudibundez, aromaticidad, hermeticidad, etc. ¡Qué cosas!, ¿verdad?

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