Prometí hablar de los sondeos en las últimas elecciones,
que tanto fallaron. En la antigua Grecia los adivinos se equivocaban menos y
cuando lo hacían se lo tomaban muy en serio. Había muchos
oráculos en aquellos tiempos; en Beocia, el oficio de mantis (mantis, adivino) era el más difundido, después del de labriego,
ejercido casi siempre por hombres,
aunque también había mujeres.
Esaco, primogénito de Príamo y de Arisbe —su primera
esposa, hija del adivino Mérope—, era un personaje curioso y exaltado, que
heredó de su abuelo materno la facultad de predecir el futuro. Se enamoró de
una joven troyana, Astérope, que no le hizo caso, por lo que se quiso suicidar
muchas veces, tirándose al mar desde un peñasco poco elevado. Nunca lo logró y
los dioses, hartos ya de tanto histrionismo, lo mutaron en pájaro pescador
para que se zambullera cuanto quisiera en el mar.
Otro adivino fue
Tiresias. Zeus le otorgó la clarividencia para compensar que la diosa Hera, su
mujer, lo había dejado ciego total por darle la razón a él, en una tonta
disputilla que tenían: quién gozaba más en el acto amoroso. Zeus decía que la
hembra y Hera que el varón. Tiresias sentenció que el placer se repartía así:
nueve décimas para la mujer y una décima para el varón. Tiresias
tenía que saberlo porque había tenido los dos sexos sucesivamente. Quizá cuente
esa historia otro día.
La hermanastra de Esaco, Casandra, hija de Príamo y
Hécuba, profetizaba el futuro y su historia es más complicada. Era bellísima y
Apolo —que como otros dioses griegos en lo del amor estaba a lo que cayera— le
prometió el don de la profecía si se entregaba. Ella aceptó el trato, pero conseguido el
don siguió haciéndose la estrecha; el dios se enfadó tanto que le escupió en los
labios, condenándola así a que no se creyeran sus profecías. O sea, que profetizaba
y nadie le hacía caso. Estas cosas pasan y por eso se dice que no basta con
tener razón, sino que hace falta que te la den. Acabó mal la pobre: esclava de
Agamenón, fue asesinada junto a él por Clitemnestra y su amante Egisto.
Lo de Calcas, un adivino aqueo, tampoco resultó bien. Aconsejó el
sacrificio de Ifigenia para calmar a la diosa Artemisa, enfadada con Agamenón,
padre de Ifigenia, por un bobo comentario de este. Ulises urdió entonces una de
sus trampas: llamaron a Ifigenia, diciéndole que se iba a casar con Aquiles,
mientras el sacerdote preparaba ya su cuchillo para hundírselo en el níveo
pecho. Calcas vaticinó con acierto que Aquiles moriría en combate. Pero
en un concurso para ver quién adivinaba más y mejor —como los que hay ahora en la tele para los chefs—, se enfrentó a Mopso
de Colofón. Había que predecir cuántas crías pariría una cerda y cuántos higos
daría una higuera. Calcas marró y predijo un lechón de más y un higo
de menos, mientras que Mopso lo acertó todo. Calcas decidió entonces suicidarse,
que no es la mejor manera de arreglar las cosas, me parece a mí. ¿Deberían
haberse suicidado los que fallaron las encuestas en la últimas elecciones? Hay
diversas opiniones.
Otra clase de adivinación
se menciona en el Mahábbarata —epopeya de gran antigüedad, cuya presente
versión es probablemente del 400 d. de C. —. Nala es un príncipe enamorado de
una dulce princesa que le corresponde. Kali, un semi-dios rival, se apodera por
venganza mediante un veneno del cuerpo y alma de Nala, quien, preso del frenesí
por el juego, pierde su reino. Vagabundea perdido durante años hasta que se
coloca de sirviente con un extranjero capaz de averiguar el número de hojas y
frutos de un árbol, por el simple examen de dos pequeñas ramitas del mismo.
Hay, dice, 2095 frutos. Nala se pasa toda la noche contándolos y encuentra que
su jefe ha acertado. Estimar, a partir de una muestra, un par de ramitas, el
número de frutos de un árbol, es un avance de gran calado en el nacimiento del concepto de probabilidad. Recordaré ahora que, para mí, quizá es tan difícil adivinar el futuro como descifrar correctamente el pasado.
Quiero hablar, aprovechando la visita al
mundo griego, de las Erinnias. Eran
tres, Megera, Alecto y Tisífone (odio, cólera y
venganza), y tenían rostro de perro, alas de murciélago, cabellos
serpentiformes y un látigo en la diestra. Atormentaban sin piedad a los que
habían cometido crímenes o faltas graves. Pero cuando lograban el
arrepentimiento del transgresor, se transformaban en tres jóvenes hermosísimas
y cariñosas, las Euménides. No me imagino a los tres candidatos que perdieron las pasadas elecciones haciéndole
mimitos a Rajoy, incluso si este se corrige, pero sí deberían facilitar la formación urgente de un gobierno, por el interés supremo del país.
Una
última reflexión: el pueblo, especialmente en circunstancias adversas, tiende a
escuchar más a los que atacan el orden
establecido, aunque no tengan razón, y se ha de ser cuidadoso con su veredicto.
La oclocracia, o
gobierno de la muchedumbre (del griego ὀχλοκρατία), es una de las tres formas
específicas en las que, según la visión aristotélica, puede degenerar la
democracia. La muchedumbre, al abordar los asuntos políticos presenta una
voluntad confusa e irracional, que hace escorar sus decisiones hacia el error. Algún sólido
pensador ha sostenido que la inteligencia de una masa es siempre igual a la del
más necio de sus integrantes. Podría ser.
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