Terminó, lector, la tregua de agosto, que duró exactamente un mes.
Tenía la idea de escribir sólo entradas amables a mi vuelta y en eso estoy.
Pero no tengo más remedio que referirme de nuevo a la situación política, pese
a no ser la materia más querida para mi blog. Me excusa el que vivimos tiempos
excepcionales, aunque ya señaló Ortega que todos los tiempos parecen tales para
aquellos que los viven.
Mi percepción de la clase política, que no era buena, ha empeorado
tras la sesión de investidura, que fue más bien de embestidura. No recuerdo
haber padecido jamás, con las excepciones pertinentes, tal panda de impotentes,
arrogantes y mezquinos sujetos, peligro y amenaza reales para cualquier país.
Incluso me pregunto si alguno no estará incurriendo en pautas de conducta francamente delictivas,
perseguibles de oficio por la justicia y las leyes. ¿Puede alguien infligir
daños tan graves sin responsabilidad? Hablaré sobre todo de los principales
líderes e intentaré tomar la cosa con algún humor. El candidato designado por
el Rey, lo fue de acuerdo con el resultado de las elecciones: aquel que obtuvo mayor
número de votos. Aquí ya surge una elucubración pertinente. Dado que alguien
puede obtener más votos (o escaños) que los demás, pero menos que todos los
demás juntos —de hecho, eso ocurre en la mayoría de las ocasiones—, es obvio
que el derecho a ser elegido no asiste, sin más, al más votado.
Esta circunstancia se da en situaciones muy distintas. La dispersión
de votos en contra del más votado puede ser la consecuencia de que partidos con
ideologías parecidas se presentaron separadamente a la elección, por las
razones que fueran. Estos partidos, a la hora de otorgar la cámara su confianza
al candidato, pueden sumar sus votos coherentemente y abortar su nombramiento.
A esto debería seguir la designación de otro candidato que aúne los votos de
estos partidos compatibles y pueda obtener así la mayoría requerida. Una
situación muy distinta se da cuando los menos votados, los perdedores, tienen
programas tan diferentes u opuestos, que no permiten augurar una gobernanza
normal al conjunto. Obviamente, también hay casos intermedios.
Lo que me importa manifestar es que, a mi juicio, ni ser el más votado
supone un derecho per se a ser
elegido, ni el de, todos juntos, sobrepasar al candidato en votos otorga
automáticamente ese derecho a los coaligados. La democracia no es un sistema
perfecto y no tiene soluciones fáciles para todo. Lo de que, pese a ello, sea
el más razonable de todos los sistemas políticos, ni hace falta indicarlo aquí.
Dicho todo esto, hay que convenir en que, ante la necesidad forzosa de que
exista un gobierno —en principio, debe haberlo siempre, continuadamente—, ha de
llegarse inevitablemente a una solución negociada. Y con la rapidez necesaria,
anteponiendo todos el interés del país y sus ciudadanos a cualquier otro.
El compromiso es, pues, obligado y son los líderes políticos los
llamados a configurarlo, lo que requiere en ellos condiciones necesarias y consustanciales a
su dedicación a la política. Quien no las tenga debe autoexcluirse, o ser
excluido, del juego político. Yo no pienso que estas cualidades estén ausentes
en todos los políticos del momento en nuestro país, pero es cierto que nos
encontramos con personas concretas que, todas, son valoradas muy pobremente por
los ciudadanos, según muestran las encuestas. De hecho, mucha gente, que los conoció,
añora los políticos de antaño, los de la transición, por agruparlos de alguna
manera. Ya no nos acordamos bien, pero conviene recordar lo difícil que parecía
aquello y cómo todos teníamos dudas sobre si podría llegar a buen término. Hubo
generosidad, talento, racionalidad, y se llegó. Para que ahora algunos danzantes
vengan a menospreciar la hazaña y hablen de enmendarla. No quiero ni imaginar
la que podrían organizar en esa tarea. Lo pienso así, muy sinceramente.
Uno de estos ‘viejos políticos’ ha dicho que, en la circunstancia
actual, el candidato más votado es también el más ‘vetado’. Quiero decir algo
sobre esto, que no es sólo un jeu de mots,
y entreverarlo con un poco de humor, como anuncié. Lo dejaré para la próxima
entrada; la de hoy me determiné a tejerla cuando, inesperadamente, tras el
fracaso de la investidura,en las últimas elecciones, me encontré otra vez en
la tele a los líderes de siempre embarcados en su interminable campaña, con sus
viejas coletillas y sus estólidos eslóganes, capaces de aburrir a las ovejas.
¿Por qué tengo que aguantarlos en mi casa? ¿Por qué se cuelan tan ineducada y
abusivamente en mi sala de estar? ¿Hasta cuándo va a durar esto? Hace casi dos
mil cien años, un ocho de noviembre, ante el Senado romano, alguien cuestionaba
ya un abuso: Quo
usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? Yo
también me pregunto, quo usque tandem abutemini, politici, patientia nostra?, ¿hasta
cuándo, políticos, vais a seguir abusando de nuestra paciencia? Lo digo yo aquí,
pero lo oigo continuamente a todo el mundo; es ya un imparable clamor. En
ciertos casos se acompaña de la decisión a no votar jamás. El desastre está
listo y todo el mundo lo sabe, excepto los políticos.
(continuará)
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