Amigos lectores, perdonadme que hoy hable más explícitamente
de mí —siempre que se escribe, de algún modo se habla de uno mismo—, de aconteceres
más personales. El pasado día 25, viernes, se presentó, como audioteatro, mi
obra Don Juan de Bergerac, en la recoleta
biblioteca del Retiro de Madrid. Era una muy bella tarde de otoño, levemente incómoda
por la lluvia y el frío. Muy soportable todo, por nuestro benigno clima, aunque
quizá no tanto para algunas personas mayores, las personas de más edad.
La sala se llenó, a pesar de mi correo en el que rogaba a los más
mayores que se quedaran en casa, recomendación que no todos siguieron (podría yo pasar al Guinness por ser el primer presentador de un evento que en la convocatoria recomienda la no asistencia). La tarde
transcurrió sosegada y plácida y creo que la obra gustó y la interpretación de los
actores también. Una vez que pasó todo, arrollado y destruido por el imparable caminar
del tiempo, me asaltó de nuevo un viejo conocido, un sentimiento agridulce, que
me suele acompañar en ocasiones así.
Leslie Alan Murray, gran poeta australiano nacido en
1938, escribió: “Y como siempre ocurre,
después de un triunfo, / estuve, por supuesto, inconsolable”. En mi caso no había ningún triunfo, pero pienso que, para
las personas sensibles, en cualquier situación venturosa y alegre siempre queda
un rincón de insatisfacción y nostalgia, de recuerdos y sueños melancólicos,
que sólo los más simples logran borrar del todo. Se percibe la fugacidad de los
momentos gozosos, se anticipa la pronta huida de la felicidad y el éxtasis. La vida se cobra fatalmente
su tributo de desesperanza, porque constatamos que al final, irremediablemente, todo está tocado de
banalidad, de evanescencia.
Para mí, ¡todo fue tan espléndido! Ver a tantos amigos
que quisieron compartir el día conmigo y verlos felices juntos, disfrutando de
la reunión y del ambiente. Amigos de Madrid que por desgracia no nos encontramos tan a
menudo; alguien de mi pueblo que no veía en casi sesenta años; un colega, que se
había excusado por una operación de cataratas y de repente apareció allí,
intervenido el día anterior. Gentes que ven o se mueven con dificultad,
que salen poco ya de casa por la noche, y que se esforzaron por venir. Gentes
para las que la amistad cuenta mucho, que han hecho de la camaradería un
compromiso, un deber sagrado.
No todos eran mayores, claro. Había hasta hijos de amigos míos, a los que conozco desde que eran niños. En el bello prólogo de Los intereses creados —tuve la fortuna
de oírselo a Manuel Dicenta y eso ya no se olvida jamás—, se dice: “Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se
hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la
farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo”. En mi auditorio había catedráticos, académicos, presidentes de sociedades científicas y cívicas, alguna
cantautora, expertos en poetas españoles, un arquitecto y dibujante brillante, que ilustró
la contraportada de mi libro El secuestro
del sabio, escritores, etc. Y nadie bobo, aunque sí gente más sencilla, unidos todos por su amistad y su benevolencia hacia mi persona.
No quiero hoy hacer literatura, sólo quiero expresar
mis sentimientos. Es difícil, es imposible, no estar agradecido; no pensar que,
gracias a ellos, pude gozar un momento mágico, quizá irrepetible. Cuando uno
presenta un libro, el libro queda y se puede leer siempre. Una obra de teatro,
y en eso reside buena parte de su magia, es algo distinto: nace para morir
inmediatamente, como esos insectos del orden Ephemeroptera, de nombre efímeras
o efémeras, que viven, como indica su
nombre, muy poco, apenas un día; en ocasiones menos de una hora, como la Dolania americana.
Yo he escrito muy poco teatro: este Don Juan y una pieza corta, que compuse con poco más de
veinte años, de cuyo texto, con versos de Alberti —algo que no era enteramente
inocente en la época—, he perdido el rastro, aunque conservo el programa impreso. Eran dos
intérpretes, uno de ellos fue luego un político muy conocido, que murió relativamente joven:
Gabriel Cisneros (Gabi entre nosotros, los amigos). ¡Quién nos iba a decir entonces! Las Moiras nos eran totalmente
ajenas, Átropos tenía bien escondidas sus terribles tijeras; ahora están más
presentes. Os dejo unas fotos; en una de ellas estoy con una personificación del Antruejo, el bullicio, el Carnaval. Se abrazó a mí de joven y desde entonces no me ha dejado.
Gracias a todos; sabéis que escribo por y para vosotros.
Cincuenta y cinco años más tarde, en los mismos empeños.
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