En efecto, aunque mi tío siempre fue un
hombre peculiar, desde entonces parecía vivir en otro mundo. Se jubiló
enseguida, en contra de sus planes anteriores, y estaba siempre metido en la
biblioteca de su casa, sin apenas salir a la calle. Hablábamos por teléfono
algunas veces y me contaba su reciente pasión por el arameo, que estudiaba solo
y llegó a traducir con cierta soltura. Por ello, cuando he visto ahora en un
anaquel de su biblioteca el Sefer
ha-Zohar, o Libro del Esplendor,
de Moisés de León, un judío español del siglo XIII, que nació no se sabe si en
Guadalajara o León, lo he cogido sin vacilar. Este escritor atribuyó la obra a
Shimón bar Yochai, un rabí del siglo II, que la habría escrito durante trece
años, escondido en una cueva y estudiando sin descanso la Torah. Es quizá el libro fundacional de la literatura mística
judía, la Kabbalah, y lo más probable
es que se trate de un pseudoapócrifo y lo escribiera el propio Moisés de León,
casi todo en arameo. Fue mi tío quien me dio estos detalles y quien me dijo que
sólo unas veinte mil personas hablan hoy esa lengua en nuestro planeta.
Es una edición en castellano y dentro he
encontrado unas hojas escritas con la menuda letra de mi tío, que reconozco
perfectamente. En un párrafo escribió:
Aunque
trato de acomodarme a mi nueva realidad, no sé hasta cuándo podré soportar este
sentimiento de privación y desamparo. Tras haber visto lo que he visto, no
tiene sentido permanecer en el mundo. No lamento mi experiencia en Baviera y lo
que me pregunto es por qué me sucedió a mí. Conozco bien la tradición mística
del antiguo Israel, la de los cuatro sabios que vieron en vida el Paraíso. El
primero, Shimón ben Azai, lo contempló y murió en el acto. El segundo, Shimón
ben Zoma, miró la Luz Brillante del Ha-Shem, no pudo resistirla y perdió la
razón por completo. El tercero, Elisha Aher, vio la misma luz, comprendió que
nada existe sino Dios, que nada vale ante Él, y abandonó para siempre el
estudio de la Torah. El cuarto, el
rabí Akiva ben Yosef, nombrado en el Talmud ‘cabeza de todos los sabios’,
regresó esclarecido e indemne. Murió en Cesárea, mártir de los romanos,
recitando la ‘shemá’, lleno de gozo y alegría. Yo también he podido regresar,
pero temo volverme loco, como Ben Zoma, y anhelo con toda mi alma revivir mi
experiencia para poder explicármela.
He leído más papeles de mi tío y estoy seguro
de que él creyó que, por razones que era incapaz de comprender, se le había permitido
conocer alguna forma de Paraíso en un lugar inhallable de Baviera, a donde
llegó de manera casual, buscando un monasterio que no existe, ni existió nunca.
¿Lo contó veladamente, en la revista local, y no quiso decir más entonces? ¿Estuvo
allí en realidad? ¿O quizá lo imaginó, conjeturó que había tenido realmente una
visión del paraíso? Después, trabajado por la soledad y la fatiga de vivir,
siguió añorando y dando vueltas a esa visión que se alejaba, cada vez más
tentadora, y se adentró en las aguas oscuras y mistagógicas de la Kabbalah, para no retornar ya a la
realidad.
La otra posibilidad: que todo fuera pura ficción,
desde el principio; una ficción de escritor. Una historia que imaginó como
juego y que luego tal vez lo trastornó y lo fue poseyendo, hasta el punto de
hacerle cambiar su vida. ¿Puede alguien llegar a creerse tan perturbadoramente
sus propias imaginaciones?
No lo sé, el mundo está lleno de misterios.
En un libro de texto de mi carrera, Samson
Wright’s Applied Physiology, había una cita con palabras del rabí Akiva ben
Yosef a un discípulo: “Hijo mío, por mucho
que el ternero quiera mamar, es más lo que la vaca desea darle”. Quedó el nombre del autor en mi memoria, sin más.
Ahora, treinta años después, lo vuelvo a encontrar en la casa de mi tío muerto,
y me entero de que este rabí pudo haber vislumbrado el paraíso y regresar sin
perder la cordura. Esa caprichosa reaparición en mi vida también me turba,
porque quizá pudiera tener algún sentido, que yo no sé descubrir. Los griegos
no concebían la eternidad y les cautivaba la idea del retorno. Yo estoy solo
ahora —con esa soledad que es necesaria para entender a los solitarios— y también
me pierdo en divagaciones extravagantes y quizá fútiles y me inquieta el
redescubrimiento, el retorno inesperado, de este taná, este sabio rabínico, que vivió a finales del siglo I y
principios del II de la Era Cristiana. Fue capturado por los romanos y
torturado hasta la muerte en el año 135. Su vida y su obra me han interesado y
quiero conocer mejor su obra. Me he empeñado también en descubrir hasta dónde
llegó mi tío en lo que probablemente fue un fatigoso camino de iniciación.
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