Insisto en que este blog está
oficialmente fenecido, aunque reviva alguna vez. Podría ser de esos muertos a
los que alguien se refirió cuando dijo “los muertos que vos matáis gozan de
buena salud”. Escribo alguien, sin más, porque, aunque muchos crean lo
contrario, estos dos octosílabos no aparecen en el Don Juan Tenorio de Zorrilla. En realidad, no se sabe quién lo dijo.
Lo dejo, no sigo.
Esta es ya la primera
digresión. He contado más de una vez que, con el blog ya muerto, no tengo por
qué ajustarme a la extensión normal de las entradas y me pueden salir
kilométricas. Antes, con el blog vivo, distribuía mis escritos más largos en
varias entradas encadenadas. Ahora prefiero escribir una sola entrada y que el
lector haga sus pausas cuando quiera. ¿No es mejor así? Si hago yo las
particiones, obligo al lector a aceptarlas tal cual y a esperar los sucesivos días
de publicación para llegar hasta el final. De esta otra manera, escribo el
texto entero y que el lector se administre como quiera. Una verdad queda
incuestionada e incuestionable: mi proclividad a escribir largo. Odio los tuits
y los 140 caracteres. La verdad es pleomórfica y nada, por simple que sea, se
puede decir con mediana exactitud en menos de dos o tres páginas.
Si me tomo estas libertades con
mi blog, en cambio hay una cualidad que sí me exijo siempre para revivir al
muerto: que se trate de un tema de cierta trascendencia y actualidad. En realidad
es como si fuera un blog nuevo, porque en el antiguo ya se hacía notar en el
pórtico que no me iba a preocupar mucho por la actualidad. Ahora es distinto,
hace falta alguna razón algo urgente para exhumar un cadáver y hacerle hablar.
Por ello, de mis últimas entradas muchas fueron de tema político.
Esta de hoy no lo es estrictamente,
pero sí se refiere a un asunto candente. Ha surgido por una razón concreta que
explicaré y que me permitirá explayarme sobre un fenómeno actual y preocupante,
que todavía no menciono. Calma.
Tengo más de veinte libros
publicados, la mitad de ellos sólo en digital; la otra mitad en papel y
digital. No soy un experto, pero tengo la impresión de que cualquier cosa
digitalizada, a no ser que esté protegida con medios extraordinarios, está
completamente abierta, accesible y puede ser copiada sin más; pirateada como se
dice en términos coloquiales. Yo publiqué mis textos digitales en Amazon, pero
ahora me los encuentro en otros sitios y para ser descargados gratis, al menos
durante un cierto tiempo de prueba. Lo he descubierto por lo que sigue.
Miro en Google uno de mis
libros, Apuntes sobre literatura, de
los que están sólo en soporte digital. En una dirección, en una URL, me
encuentro el encabezado: Apuntes sobre Literatura (Spanish Edition), Francisco
Luis Redondo Alvaro, y un
texto en el que se cita un par de párrafos míos y se hace una reseña de la
obra, bastante bien escrita y que la describe muy adecuadamente, en términos
halagüeños. Copio el texto, que es algo largo, en un color distinto del
habitual del blog, e indico claramente, entre comillas y con el color de
siempre, las dos citas mías que mencioné:
Se trata de una interesante obra, peculiar en más de un
sentido; parece que estuviera dirigida a un lector único, al que se le hablara
al oído, amistosamente y con la más absoluta libertad. Su nota más
característica es la total libertad en la redacción y en el método, junto a un
humor bastante sutil, que está presente desde las primeras líneas. El propio
autor explica, al principio:
“Estas notas son para mi uso personal, pero están
escritas con la idea de que pudieran ser leídas, algún día, por un lector poco
avisado o imprudente. Esto último no debe confundir o desvirtuar su principal
objetivo o hacer injustificables las licencias que me tomo. Estas licencias se resumen,
en la práctica, en una: no tengo ninguna intención —y por lo tanto ninguna
obligación— de ser absolutamente completo, meticuloso o académico”.
La idea que subyace en todo el proyecto es la entusiasta
convicción de que los lectores, el otro necesario extremo de la comunicación
literaria, han sido descuidados por unos y otros, sin considerar que para tener
buena literatura hacen falta, antes que ninguna otra cosa, buenos lectores. A
partir de ahí, con esos presupuestos, el contenido y el tono de estos Apuntes sobre literatura es el
pertinente. No se establece una diferencia insalvable entre el autor y el
lector, sino más bien un conversación amable y fluida entre ambos.
Se habla luego, sin un guion prefijado: de la memoria y
la inteligencia, del valor de las palabras, de los contenidos de las obras, de
su limpieza, de su extensión, de los mundos que describen, de la belleza y el
feísmo, del extraño éxito de ciertas novelas, de los sentimientos en la
literatura, de las tipos de narrador, de la ficción histórica, de la erudición,
de la variable génesis de las obras, etc. En definitiva, de muchos de esos
temas candentes de la literatura, que se han estudiado y discutido a lo largo
de la historia. Todo a la luz de las obras que se van analizando, desde antiguas
obras persas o indias hasta las más recientes, con citas textuales de las
mismas.
Todo es como un gigantesco muestrario en el que se expone
lo que, a juicio del autor, puede ser buena y mala literatura, de los más
diversos géneros y procedencias. La ficción de contarlo todo a un lector
privilegiado y atento se lleva al extremo y a veces parece asistirse a una
imposible conversación entre ambos, buscando aquiescencias y complicidades. Hay
algunas digresiones intercaladas, casi todas adobadas con un delicado humor. El
material recogido es abundante y también las diversas opiniones sobre temas
literarios, con citas escogidas, muchas de ellas nada fáciles de
encontrar.
Al final, hay un índice de nombres, con más de cuatrocientas entradas, para dar una idea de los autores que vienen mencionados en la obra. También hay más de cien notas explicativas; casi todas son la traducción de pasajes que no están en español en el texto.
Para mostrar algo del ambiente general de la obra, traigo aquí un párrafo sobre el valor de las palabras, que hace referencia a un cuento de Goethe:
Al final, hay un índice de nombres, con más de cuatrocientas entradas, para dar una idea de los autores que vienen mencionados en la obra. También hay más de cien notas explicativas; casi todas son la traducción de pasajes que no están en español en el texto.
Para mostrar algo del ambiente general de la obra, traigo aquí un párrafo sobre el valor de las palabras, que hace referencia a un cuento de Goethe:
“Una hermosa serpiente de color verdemar se tragó unas
monedas de oro y se fue haciendo luminosa y transparente. Se metió luego en una
cueva en la que había una estatua en piedra de un viejo rey. El rey, la estatua
del rey, le preguntó: ¿De dónde vienes? De la sima donde habita el oro,
contestó la serpiente (se sabe desde siempre que las serpientes pueden hablar y
hasta ser muy convincentes). ¿Qué es más precioso que el oro?, preguntó el rey.
La luz, respondió la serpiente. ¿Qué es más bello que la luz?, preguntó el rey.
La palabra, respondió la serpiente”.
Un libro para leer despacio, sin prisas. Para
disfrutarlo. Fin de la capción.
Aunque en la dirección de la que hablo se contempla un período
de una semana de prueba gratis, para inspeccionar o descargar la obra, uno ha
de registrarse de manera obligatoria y aportar de entrada una tarjeta bancaria.
Se trata, evidentemente, de una entidad que persigue algún ánimo de lucro. Pero
he de reconocer que todo lo que me pareció novedoso o valorable de mi libro al
escribirlo, está recogido convenientemente en la crítica y lo hago constar así.
No he investigado cuantas direcciones análogas, que atañan
a otras obras mías, circulan en Internet y me resulta imposible conocer cuántos
lectores he podido tener por estas vías, lo que es una contrariedad, porque un
escritor gusta de saber a cuántos lectores llega. Un escritor escribe para ser
leído, aunque la intensidad o urgencia de este deseo sea todo lo variable que
se quiera. Aclararé que el número de webs que aparece al escribir mi nombre
entre comillas —para contabilizar únicamente las citaciones precisas— es de
varios miles, lo que imposibilita un seguimiento exhaustivo de las mismas. Todo
esto es ya un serio inconveniente.
Naturalmente, hay algo más, mucho más grave: el desprecio
por cualquier clase de propiedad intelectual y la usurpación de derechos
económicos que deberían corresponder exclusivamente al autor de la obra. Esto a
mí, particularmente, no me importa, porque escribo por afición y nunca pensé en
posibles ventajas económicas, que además sé que son infrecuentes entre los escritores.
Pero también soy consciente de que hay escritores profesionales que aspiran con
toda justicia a vivir de su ocupación. Y si ya es difícil sin piratería, uno
puede imaginarse cómo es con ella.
El famosísimo dicho de Pierre-Joseph Proudhon, en su obra Qu'est-ce que la propriété?, “la propiedad es el robo”, parece haberse instalado sin
matizaciones o distingos en el terreno de la producción intelectual. Y eso me
parece profundamente injusto, porque revela una falta de comprensión de lo que
es el trabajo de creación, que demanda muchas veces un esfuerzo y una
dedicación que no tiene muchos análogos en otros quehaceres. Me permitiré una
última licencia, la de copiar el párrafo en el que Proudhon menciona, con
cautela y seguro de no ser comprendido, la definición suya: Si j’avais à répondre à la
question suivante : Qu’est-ce que l’esclavage? et que d’un seul mot je
répondisse : c’est l’assassinat, ma pensée serait d’abord comprise. Je
n’aurais pas besoin d’un long discours pour montrer que le pouvoir d’ôter à
l’homme la pensée, la volonté, la personnalité, est un pouvoir de vie et de
mort, et que faire un homme esclave, c’est l’assassinat. Pourquoi donc à cette
autre demande : Qu’est-ce que la propriété? ne puis-je répondre de
même : c’est le vol, sans avoir la
certitude de n’être pas entendu, bien que cette seconde proposition ne soit
que la première transformée?
Un querido amigo de juventud decía, hablando sobre ese
tema y con entera convicción: La propiedad surgió cuando un primer hombre tuvo
la desfachatez, la desvergüenza, de decir de algo “esto es mío” y otro hombre
fue lo suficientemente pusilánime para aceptarlo. Mi amigo era puro y sincero y
creía en lo que decía. Hay un período de la vida en que se puede creer en cosas
parecidas, que atañen a los grandes e insolubles problemas de nuestro mundo. Y hay personas
que llegan con estos convencimientos hasta el final de sus vidas. Son seres
puros, admirables y raros.