7 de abril de 2018

Carles Puigdemont en Schleswig-Holstein (II, final)

En mis primeros veranos allí, eran muy populares los llamados Butterfahrten, ‘viajes de la mantequilla’, que terminaron en el 1999. Eran excursiones de unas cuatro o cinco horas en barco, que se podían decidir e iniciar en cuanto el tiempo se presentara propicio y el cuerpo te pidiera respirar más de cerca los vientos mareros. Tenían un coste casi simbólico, medio marco alemán (0,25 de los actuales euros), y muchos de sus pasajeros eran jubilados, sin prisas, sin premuras de tiempo. Se navegaba hasta pasar las aguas jurisdiccionales alemanas, su límite en el mar. Entonces se podían comprar en la tienda del buque productos, como alcohol, perfumes, tabaco, sobre todo mantequilla, exentos de impuestos. El viaje era una delicia con las gaviotas constantemente sobre nuestras cabezas, casi amenazadoras, atentas a la comida que podía caer o ser arrojada junto al barco. Gentes —muchas se conocían por su frecuente coincidencia en el viaje— charlando, comiendo, bromeando, sin jamás una discusión o una trifulca; gente mayor, gente educada, gente legal, que alguien diría ahora.
Y los gentiles vientos acariciándonos. Eran vientos refrescantes y amables, como aquellos que algunos pilotos arábigos guardaban en tubos de plata y los abrían cuando, ya mayores y retirados forzosos del navegar, tenían añoranza de la mar. Vientos buenos y venturosos. ¿Cómo se sabe que el viento que nos llega es bueno, es venturoso? Lector, el corazón lo sabe; cuando nos alegra y nos invita a señorear el mundo y amarlo, ese viento es bueno y sólo debes preocuparte de que no sea malo para nadie. En el libro cuarto de Gargantúa y Pantagruel, se menciona la Isla del Viento, en la que viven gentes que ni comen ni beben y se alimentan del viento. Se agrupan en torno a las veletas y lo respiran allí. Nosotros lo respirábamos en nuestro viaje en paz y concordia. Francisco Umbral escribe en Las ninfas: “Tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento”. Nosotros nos sentíamos en alegre compañía y también nos amparábamos en los vientos, que nos saludaban en el mar amigo, inabarcable.
Esas recias gentes del norte aman su clima y sus vientos. Cuando estaba allí, en verano, y se levantaba un viento algo frío, que a mí me extrañaba en pleno estío, mis compañeros se animaban y me decían, sonriendo: ¡Frische Luft, eh, Frank, schöne Luft! (¡aire fresco, eh, Frank, hermoso aire!). Para ellos es así. A mí llegó también a gustarme. Además, ¿me voy a poner a discutir de vientos, de sus leyendas e historias? Los pilotos árabes, en los tiempos del califato de Bagdad, creían que mediante magias ocultas se podía emparentar con un viento determinado y tenerlo siempre de popa, para llegar a donde el corazón mandara. No hay vientos así, tan constantes y dóciles. La vida consiste en aprovecharlos cuando soplan a favor y bolinear, cuando son contrarios.
Las gentes del mundo son muy distintas y al reconocerlo —pero de verdad, sin restricciones—, llevamos mucho ganado. Me veo en esos veranos del Norte alemán, en una bella playa de arena fina y blanca, con un aire fresco y limpio, que puede ser vigorizante y agradable, pero que imposibilita el baño para una mayoría y obliga a cobijarse en las Strandkörbe, esas cestas enormes, auténticos refugios. Algunos de mis amigos alemanes me confiesan, de la manera más sincera y amistosa, que no podrían vivir en un país con un clima como el nuestro. De hecho, suelen pasar sus vacaciones en latitudes aún más al Norte, en Noruega, hacia el Círculo Polar Ártico, etc. En cambio, otros compran sus casas en Mallorca o Levante y adoran al Sol. El mundo es diverso y cada uno ama lo que quiere o lo que puede.
Está claro, lector, que a mí me gustan Alemania y sus gentes. Traeré aquí, como exordio, unas palabras que deberían hacer pensar a muchos, entre ellos a los separatistas catalanes, y empiezo ya a desvelar el reciente suceso que mencioné al principio de esta entrada y del que dije que hablaría a su tiempo. La cita es de Tzvetan Tódorov, un lingüista y crítico literario búlgaro-francés, que murió hace poco tiempo: “El hombre que encuentra dulce a su patria no es más que un tierno debutante; aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es digno de consideración; pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero”.
Tengo muy claro que pertenezco, al menos, a la segunda categoría. Siento la tierra alemana como propia. Esta amplitud de horizontes no se reduce sólo a Alemania, algo parecido me sucede con otros países y ciudades en las que viví: Nueva York, Bolonia, Lausanne, etc. Los recuerdos de estos lugares —también de mi juventud gastada allí, pero esa es otra historia—, me rondan siempre y aún me ayudan a ser feliz. La tercera categoría, definida más etéreamente en la última frase, la más bella y literaria de la cita, es menos estrictamente lógica, más inconcreta. ¿Qué se quiere decir realmente? La literatura es eso: la vaguedad, la insinuación, el misterio… Pues también alguna vez me siento extranjero en este mundo nuestro, para que lo sepáis.
Volviendo a mi relato, el suceso reciente que mencioné al principio no es otro que la detención en suelo alemán del ex-presidente catalán Carles Puigdemont, preso en una cárcel de Neumünster, del Land de Schleswig-Holstein, no lejos de la ciudad libre hanseática de Hamburgo. Está allí en espera de la decisión que las autoridades del Land adopten sobre la orden de detención internacional cursada por la justicia española.
 Conozco bien esa zona y ya dije que tengo una alta consideración por la gente que la habita. Me parecen serios, nobles, honrados, fiables y, como se diría en alemán, nette Leute. Curiosamente, la opinión que se tenía de los catalanes en mi juventud era algo parecida, aunque luego haya cambiado bastante en las últimas décadas. Todo esto me hace pensar en el asunto y tratar de dar algún consejo al ilustre prisionero.
Mi consejo sería que observara imparcialmente a sus compañeros de cárcel. Que dejara por algún tiempo de prestar atención a sus abogados o a las gentes de Cataluña que puedan visitarlo o escribirle en estos días de reclusión. Estoy seguro de que, a pesar de estar confinado en un centro penitenciario, encontrará allí esas gentes tranquilas y razonables de que hablo. Seguramente serán más ejemplares  y juiciosos que los que le vitorean y animan en su país natal y le apremian para que siga delinquiendo. Y que sus prestigiosos abogados, que luchan afanosamente, espoleados por ganancias fabulosas, para conseguir su impunidad frente a sus delitos.
Me alegra saber, señor Puigdemont, que usted mismo considera buena gente a sus compañeros de cárcel en Alemania, como ha declarado recientemente. En eso podemos estar de acuerdo. En lo que sigue es más probable que no, porque yo creo sinceramente que son gente más prudente y mejor que usted. Fíjese en ellos y, si pueden entenderse, hábleles y dígales lo que pretende y cómo pretende hacerlo, dígales la verdad de lo que ha hecho hasta ahora. Cuénteles la historia de los últimos treinta años, especialmente de los últimos meses, las veces que ha ignorado los apercibimientos de tribunales, la veces que ha infringido la ley, los diversos delitos que ha cometido. Con palabras sencillas, sin medias verdades, sin ocultar nada. Ellos le escucharán educadamente y sabrán formarse una opinión. Esa es la única aquiescencia internacional que debe contar y que usted debe buscar.
Señor Puigdemont, usted y sus seguidores se han convertido en un mal ejemplo para todo el mundo. Sus bien organizadas y orquestadas campañas, quizá encuentren eco en pequeños sectores de población de algún país y en grupos radicales, dedicados fundamentalmente a instaurar alguna de las infinitas variantes del caos. En cualquier reunión de gentes como las que yo he conocido en esa  región de Alemania en que se encuentra —y a las que usted podrá acercarse ahora si continúa algún tiempo en la cárcel—, no suscitarán ningún tipo de entusiasmo o comprensión. Porque esas gentes son, en general, cumplidoras, amantes del orden y la ley, poco amigas de excesos y con un sentido noble y justo de la convivencia social, de la vida en común.
Molt honorable Carles Puigdemont, creo sinceramente que en esa cárcel de Neumünster habrá gente mucho más honorable que usted, aunque hayan cometido también errores. Nadie habrá cometido la gravísima falta que usted ha cometido: quebrar un país, dividirlo quizá ya sin posible arreglo, enfrentar una mitad de sus habitantes contra la otra mitad. Todo eso, tras años de juego sucio, deshonesto, injusto, adornado, además, con una soberbia infinita y una tozudez digna de mejor causa. Hable con sus compañeros de prisión, trate de adquirir ese respeto por la ley y el orden que con toda seguridad todavía retienen. Y pruebe usted, cuando pueda, los Kieler Sprotten, esos deliciosos pequeños peces (espadines, en español) ahumados de la región.
A punto de publicar esta segunda parte de mi entrada, llega la noticia, señor Puigdemont, de su excarcelación y por desgracia le priva de la cura de desintoxicación a la que me estoy refiriendo. No se envanezca demasiado, ni lance campanas al vuelo. Ya en nuestro Siglo de Oro se decía que “doblones doblan leyes”. No aludo con esto a ninguna sospecha de prevaricación, sino al mero efecto de contar con una legión de abogados flexibles, comprensivos, tolerantes y curtidos, maestros en la prestidigitación legal, alguno de ellos con pena de años de cárcel en su historial. A pesar de todo, no podrán ahogar el sentimiento de la verdadera justicia, que estoy seguro late en las buenas gentes de Schleswig-Holstein y en tantos otros sitios del mundo; esa justicia sin considerandos, atenuantes y eximentes, etc., que brota natural, pura y certera del corazón de los seres humanos.
Ha resultado, pues, que no hubo violencia, ninguna de las infinitas variantes de la misma. Ni preparación de violencia más o menos inocente, ni posibilidad de violencia. Y no se hizo nada ilegal. Mis ojos vieron y mis oídos oyeron cómo se proclamaba una república en suelo español y una multitud se enardecía por el acontecimiento, aunque se desilusionaba poco después. Nada de eso existió, todo fue una ensoñación falaz del entendimiento, una alucinación colectiva, anclada en el simbolismo. Tampoco hubo leyes de transición, ni listas de ciudadanos para implementar deberes fiscales. Ni actos festivos y ostentosos, que eran tristes y agoreros para los que no pensaban igual.
      Derogaron la Constitución y el Estatut, votaron leyes sin mayoría cualificada, ignorando una mitad del Parlament, privada de sus legítimas facultades. Violaron la ley de forma sistemática para imponer, con la fuerza de la calle y la sinrazón, una secesión unilateral impuesta por la vía de los hechos consumados. Y a pesar de todo, hablaron de golpe de estado del Gobierno. Una de las citas más populares —absolutamente apócrifa porque no está, ni hay nada parecido, en el Quijote— dice: Cosas veredes, Sancho, que farán fablar las piedras. Este ha sido el caso aquí, en su más absoluta desnudez. Desgraciadamente, las piedras rara vez hablan, y cuando lo hacen, nadie les presta demasiada atención. Así nos va.

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