Hablaba yo en
la anterior entrada de este blog de las frases hechas. Una de ellas dice que
“comparar el otoño con la primavera es como comparar el coñac con la menta”.
Así, sin más, tampoco quiere decir mucho, si se fija uno bien. Normal.
En cualquier
caso, para mí, que habré tomado una o dos copas de coñac en toda mi vida, el
otoño es la estación más bella del año. En una obra de teatro mía, Don Juan de Bergerac, don Juan dice: “¡Qué
bella estación! Sobre todo, cuando se es joven, cuando no se percibe como una
cierta e inquietante sintonía entre la desolación del exterior y la de nuestra
propia vida”. Y sigue Doña Inés: “Huyó la gracia de la primavera, la plenitud
del verano, pero es el tiempo de la vendimia, de las cosechas... También los jóvenes,
Don Juan, tenemos nuestras angustias y nuestras tristezas y podemos andar
completamente perdidos”. Lector, me tendrás que perdonar. Cuando se han escrito
ya miles de páginas, es una tentación constante recurrir a ellas, para decir
cualquier cosa. Lo hago por pura pereza, no como propaganda, créeme.
Al llegar el otoño, uno de mis involuntarios ritos es ver una vez más Muerte en Venecia, de Visconti. Ayer la
disfruté de nuevo y siempre encuentro algo distinto, algo que se me escapó en
las visiones anteriores. Destacan en ella el refinamiento, la elegancia, el
esplendor de una época, de una clase social privilegiada, en una Venecia
amenazada por la epidemia, por la muerte, y en la que el propio protagonista
muere.
Una noche, llega a la suntuosa terraza del hotel una cuadrilla de músicos
callejeros, que son tolerados por un tiempo. El contraste entre estos y los
clientes es marcado, aunque no con la misma intensidad en todos los casos. En
un momento, el cantante se acerca a un adolescente polaco, vestido con una
fantasía apenas concebible hoy, y este se echa hacia atrás como incapaz de
sufrir esa proximidad, de estar en contacto con un mundo y una gente que no ha
visto jamás y cuya vida y circunstancias no puede ni imaginar.
Pero es Visconti el director. Hasta en esa escena tan diferente del resto
del film, la música —nada comparable a la de Gustav Mahler que llena toda la
película—, conserva una cierta gracia. Quise saber algo más de esa música y en
el omnisciente Internet encuentro que se trata de una canción napolitana. La
melodía es pegadiza, las palabras son sencillas, inocentes: Chi vuole con le donne aver fortuna
/ non deve mai mostrarsi innamorato, / dica alla bionda che ama più la bruna, dica
alla bruna che dall'altra è amato [...] e poi vedrà / come otterrà / tutto
quello che vuole. Todo es muy fácil. En el sencillo mundo popular enseguida se
consigue todo, a veces. Con unas pocas palabras, con un simple truco, el hombre
puede obtener de la mujer “tutto quello che vuole”.
El compositor de
la canción fue Michele Testa (1887-1945), de nombre artístico Armando Gill,
nacido en Nápoles, a quien se considera el primer cantautor italiano y al que por
algún tiempo se dio por muerto durante la guerra, militarizado y hundido en un barco.
Un mes después, cuando todo Napoles seguía llorando su pérdida, apareció en la
ciudad, en el Trianon, con la revista Gill
l’affondato (Gill el hundido). Personaje muy curioso, autodidacta, de
familia acomodada, bizco, que utilizaba un monóculo para disimular su defecto y
que escribía las palabras, la música y cantaba sus canciones. Las anunciaba
así: Versi di Armando,
musica di Gill, cantati da sé medesimo.
Lector,
si recuedas la escena de la película, si quieres oír otra vez esa cancioncilla,
te doy el vínculo correspondiente: http://youtu.be/8a4s02Up_U0. La
canta un tal Sergio Bruni, a quien yo no conocía hasta ayer. Es música
napolitana hasta el mismo meollo.
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