En la entrada
anterior hablaba del otoño y ahora, para que entendáis lo que quiero decir
—para que me entendáis de verdad—, querría añadir unas fotos. Si sé hacerlo,
que estoy muy empezando.
El otoño ha
ejercido sobre mí una fascinación especial. Desde siempre, pero sobre todo
desde mis años de Nueva York. En buena parte de la costa este de los EE. UU. y
Canadá los colores de esa estación son bellísimos. Abundan mucho allí los
arces; una variedad de los mismos (Acer
rubrum), que, como su nombre indica, se torna rojo en los otoños. Las
combinaciones cromáticas son indescriptibles.
Como haré otras
veces, tomo de un relato mío unas líneas: “Sé que te gustan las historias
sutiles y con artificio, querido Pancho, y te voy a contar una desde esta
ciudad inmensa, a miles de kilómetros de ti, en la que viví un tiempo, con mi
carrera recién terminada, cuando tenía sólo unos pocos años más que tú ahora.
Estoy aquí otra vez, a punto de empezar octubre, porque desde entonces tengo que
volver, aunque sea de tarde en tarde, para rever el cambiante rojo de los arces
en otoño —los pigmentos son sensibles a la temperatura ambiente y el color
varía con las horas y con los días— y comprobar que, al menos, ese milagro
perdura, renovado e idéntico, aunque todo lo demás haya mudado tanto. Los
mundos que uno descubre de joven, como los sueños primeros que uno teje, están
destinados a durar toda la vida”.
Otra cita es de
un viaje: “Hemos estado en algunas de las viejas ciudades universitarias: Ulm,
Heidelberg, Freiburg. Alegres y un poco bohemias, pero todo con mesura germánica.
También en la Selva Negra y en el lago de Constanza, junto a los ríos Rhin (en
sus cataratas). El otoño, ya digo, triunfante. Con bastantes arces y ese rojo
que me arrebató una vez y sigo buscándolo incansablemente desde entonces (os
mando una foto). Nunca ha vuelto a ser el mismo, pero esta es otra historia.
El añorado rojo de los arces, si llego a escribir una novela, este creo que
podría ser su título”.
Perdonad mi
palabras ahora, cuando quizá no hacen falta, a la vista de las fotos. Pero es
que tengo que explicar por qué amo las cosas que amo; las que amo
apasionadamente, quiero decir. Si los dioses son benévolos, todo lo que
tendremos que hacer será eso: contar nuestros amores, aquellos a los que no
pudimos renunciar en nuestra vida y son por tanto puros, inocentes,
perdonables.
Ahí van las
fotos:
¿Cómo nació el amor? -se pregunta V. Aleixandre en "Sombra del Paraíso"-.
ResponderEliminarY el poeta contesta: "Fue ya en otoño. / Maduro el mundo, / no te aguardaba ya."
No hay que viajar tan lejos para disfrutar de esos rojos a que refieres. En nuestro Paraíso interior, en los barrancos de nuestras sierras visten de rojo el otoño las cornicabras, los cerezos, los caquis, ¡y el pequeño arce de Montpellier!, protegido por nuestras leyes. Crié uno en una maceta hasta hace cuatro días, pero se perdió. Ese arce granaíno y jiennense puedes encontrártelo aquí y alla, a tiro de piedra de Úbeda, si remontas por ejemplo camino del Aznaitín desde Albanchez de Úbeda, ahora rebautizada Albanchez de Mágina...