En esta entrada voy a continuar
con mis cuentos y te voy a contar, lector, otro de mis preferidos: uno muy
viejo, de la tradición sufí islámica, que tiene quizá más de mil años. Ahora me
tienes que ayudar un poco, tienes que olvidarte de que me estás leyendo e imaginar
que me oyes. Y tienes que acertar además con el tono de mi voz, que ha de tener
la calidad obligada para narrar historias. Sobre todo, historias sabias, como
la que vas a oír —porque entiendo que ya me estás oyendo—, que son para
desgranarlas casi al oído, junto al fuego, como yo las he escuchado de niño, en
una pequeña ciudad andaluza. O para gritarlas a una multitud atenta y
entregada, como las he visto narrar en una plaza con olor a jazmín y el sol
desangrándose en el horizonte, en alguna ciudad del norte de África.
La historia que voy a referir
tiene muchas variantes. La que más me gusta a mí, personalmente, es la que
cuenta cómo un pobre pescador cogió con su red una vieja botella de cobre,
cerrada con un tapón de plomo. Hoy sabemos muy bien, porque todos hemos leído ya
mucho, las graves y extrañas cosas que pueden ocurrir al abrir una botella en
estas circunstancias. Pero este modesto pescador no lo sabía y además era, como
casi cualquier otro hombre, imprudente. Abrió la botella. El ser humano está
hecho para conocer, para indagar, para explorar el universo y para sufrir en
ocasiones por ello. No podemos ser de otra manera.
En cualquier caso, no sólo hay
genios malos; también hay muchos genios buenos y el genio que tú, lector, sí
sabes que estaba encerrado allí, resultó ser de los buenos. Tan pronto como el
humo que salió de la botella se elevó en el aire, el genio tomó forma —una forma amable, imagínatela como quieras—, se
dirigió al maravillado pescador y le dijo: “Me has liberado, pescador, y te
estoy agradecido. Puedes pedirme tres deseos, los que tú quieras, aunque a ti
te parezcan imposibles, y te los concederé. ¿Has entendido bien? Haré realidad
esos tres deseos, los tres. Así que dime ahora, ¿cuál es tu primer deseo?”.
El pescador era humilde,
prudente y despierto. Quizá, y espero que no te ofendas por lo que te digo,
quizá más despierto que tú y que yo juntos. A pesar de no tener ninguna carrera,
ni ser profesor de nada; eso pasa a veces. El hecho es que, sin pensarlo
demasiado, le contestó al genio: “Mi primer deseo es que me des la inteligencia
necesaria, para hacer una elección perfecta de los otros dos deseos”. Bueno,
era una estrategia inmejorable la de este pescador sencillo, pero también
sagaz, ¿no te parece? “Otorgado”, dijo el genio, “dime ahora cuáles son tus
otros dos deseos”. El pescador reflexionó un momento, miró a su alrededor y vio
la arena de la playa que se roseaba en el atardecer, en la sobretarde, y el mar
que se oscurecía muy lentamente y cambiaba del brillante azul al azul turquesa —¡atención ahora,
porque el pescador está aquí jugándose su destino, su vida entera, entiendes,
lector!— y respondió: “Gracias. No tengo más deseos”.
¿Te sorprende el final del
cuento? ¿Estás de acuerdo con lo que pidió, con lo que no pidió, el pescador?
Ten presente que el genio lo había dotado ya con la inteligencia necesaria para
hacer una elección perfecta. Yo pienso que, a la hora de estar contentos o no
con nuestros logros, nos ayudaría ser como este pescador del cuento. Yo querría
ahora ser como él. No sé si, a lo largo de mi vida, he querido siempre ser como
él. Uno comete muchos errores y de unos se cura y de otros no. Muchas veces,
por muy diversas razones, pretendemos demasiado, no nos acaban de salir las
cuentas y podemos sentirnos frustrados. Si alguien no está muy contento con lo
que ha logrado, con lo que ha conseguido, si le preocupa mucho no estar entre
los primeros, quizá debería recordar aquellos espléndidos versos de León
Felipe: “Voy con las riendas tensas/ y
refrenando el vuelo,/ porque no es lo importante/ llegar solo ni pronto,/ sino
llegar con todos/ y a tiempo”. Es muy difícil ser el primero, o ser de los
primeros, y se va perdiendo demasiado en el camino.
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