Ya dije antes que estoy
empezando con este blog y cada poco descubro nuevos aspectos del mismo, nuevas
maravillas, que aumentan mi interés por la literatura y el mundo digital.
Mirando en su detallado apartado de Estadísticas,
encuentro que donde más me leen es, como era esperable, en España. E
inmediatamente después en Estados Unidos, lo que me anima a traer aquí el
principio de un relato mío, Una noche en
Nueva York. Me es particularmente querido, porque apareció en mi primer
libro de ficción, que lleva ese mismo título, y es una recreación apasionada
y nostálgica de la ciudad en la que viví unos años y en la que fui muy feliz.
Todavía dudo sobre qué cosas
ofrecer al lector; siempre con la idea de explicarme, de exponer mis ideas, de ser
quizá útil. Más arriba he hablado, por ejemplo, de “mi interés por la
literatura y el mundo digital”. Si esto fuera un artículo científico, pondría
el adjetivo en plural, ‘digitales’, para indicar, sin ambigüedad, que me
refiero a la literatura digital, la no impresa. Aquí me decido por el singular
porque es más eufónico, suena mejor y también se entiende. ¿Razonable?
En mi entrada anterior, El pescador y el genio, mencionaba yo la
“arena de la playa que se roseaba en el atardecer”. Lo hice porque quería recoger
ese hermoso verbo, rosear —mostrar color parecido al de la rosa (DRAE)—, que no
es muy utilizado. Y leyendo un libro encuentro la expresión “me mezo”, que me
hizo dudar: ¿me mezo, me mezco? Es, naturalmente, me mezo. Porque el verbo
mecer es regular, aunque con cambio ortográfico. En cambio, se dice crezco, pertenezco,
etc. Pues a lo mejor esto le sirve a alguien. Hay que mimar las palabras; son
más bellas que la luz, dijo Goethe.
Y ahora, sin más preámbulos, el
principio del relato que anuncié:
UNA NOCHE EN NUEVA YORK
It is
such an amazing fantasy of stone, glass, and
iron,
a fantasy constructed by crazy giants,
monsters
longing after beauty, stormy souls full
of wild energy. All these Berlins, Parises, and
other
"big" cities are trifle in comparison with New York.
(de una carta de Máximo
Gorki a Leonid Andreev, sobre sus
primeras impresiones de
Nueva York, once de abril, 1906)
Eran ya algunos
años de desgana y hastío. Había venido a Nueva York como una etapa obligada en
su aproximación racional al problema, porque quería tener todos los datos, con
toda la exactitud posible. Ahora ya no venía a esta ciudad tan a menudo como
antes, pero siempre había pensado que, enfrentado a una enfermedad amenazadora
y seria, le gustaría tener otra opinión médica precisamente aquí, aprovechando
la relativa facilidad para venir y los amigos y conexiones que todavía tenía.
Luego, una vez
en la ciudad, había decidido no ponerse en contacto
con nadie, hasta conocer ya con toda seguridad el resultado de las pruebas y
las exploraciones. Pero esto no fue algo planeado, fue una decisión de última
hora.
Y luego estaba el otro deseo,
larga y turbiamente acariciado: el de venir a morir aquí, sin molestar a nadie,
lejos de su reducida familia y de los amigos de siempre, en la ciudad en la que
había sido tan feliz y en la que, en cierto sentido, había conseguido todo. Y a
la que, sin embargo, había abandonado después. Siempre había vivido su vuelta a
España como una especie de traición a esta Nueva York en la que se habían
cumplido sus mejores sueños. ¿Por qué no se había quedado, por qué no había
gastado la vida aquí? ¡Se sabe por qué hacemos las cosas que hacemos!
Muchas veces se había imaginado
esperando serenamente a la muerte, durante la noche, en algún lugar tranquilo y
aislado de la inmensa urbe, contemplando una vez más el fascinante espectáculo
de la ciudad nocturna, el que había visto tantas veces al acercarse a
Manhattan, o al regresar, cruzando alguno de los puentes que utilizaba
normalmente, el de Queensboro o el de Brooklyn. Nueva York es una ciudad de
luz, de actividad, de noche y de ensueño. Todavía recordaba sus primeros viajes
en el ferry de Staten Island, en
algún día laborable — “Hay más luces entonces”, le habían dicho—, con los
rascacielos ardiendo, solo o en compañía de otros amigos, de otros extranjeros
como él, en las visitas organizadas por el club internacional de estudiantes en
el que se inscribió recién llegado, situado en el centro mismo de Manhattan, el
Midtown International Center.
En estas excursiones, el guía,
un voluntario judío de origen alemán, pero nacido ya aquí, preguntaba siempre,
feliz por haber podido mostrar por primera vez tanta belleza a aquellos grupos
heterogéneos: ¿qué os parece, qué os recuerda, qué os sugiere? ¡Y tantas
respuestas! Todas entrecortadas por la emoción, resaltando todas el glorioso
espectáculo de la ciudad inundada de luz, explotando en luz, como unos fuegos
artificiales imperecederos, surgiendo incontenible de las aguas, plantada allí
por el esfuerzo de indudables titanes, cargada de energía y de vida. Era un
visión mágica que evocaba a ocultos gigantes poderosos, a hombres capaces de
mirar cara a cara a los dioses, a hombres que valían tanto como los dioses, que
quizá eran dioses y habían robado para siempre el fuego a los dioses.
Aquella maravilla terminaba
lenta y no completamente cada noche, pero te quedaba la certeza de su eterna y
cotidiana renovación. Y lo mismo al pasar por los innumerables puentes o al
subir al Empire State o al delicioso bar del último piso del número 666 de la
Quinta Avenida. Verdaderamente, sería un privilegio tener esa imagen en los
ojos al despedirse del mundo, llevarla en la retina cuando se hubiera acabado
todo.
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