En mis tres
entradas anteriores, quise agradecer a mis lectores de Estados Unidos su
interés en este blog. Las escribí en inglés, porque estoy seguro de que, viviendo
en aquel país, manejan perfectamente el inglés, aunque me lean en español. Pensé
también que muchos de los que me siguen en España podrían leer esos textos.
Utilicé una traducción de un relato mío, Una
noche en Nueva York.
Naturalmente,
vuelvo al castellano, la lengua que hablo menos mal. Ya dije cómo me intimida
Borges cuando trato de escribir, porque veo un claro ejemplo de lo para mí
inalcanzable. Por la misma razón, cuando sorprendo que coincidimos en algo, me
llevo una gran alegría, sin olvidar las siderales distancias. La cultura —estoy
dispuesto a conceder que tal vez sesgada, orientada hacia un esoterismo inteligente y perturbador— permea
todos los escritos borgianos. Mostré hace tiempo en este blog, un párrafo suyo
en el que mencionaba las cimitarras de Nishapur, “en cuyos detenidos arcos de
círculo parecían perdurar el viento y la violencia de la batalla”. En otro
sitio nombra a alguien que murió en esa ciudad: Farid al-Din Abú Talib Muhámmad
ben Ibrahim Attar, poeta y místico persa de la segunda mitad del siglo XII,
víctima, precisamente en Nishapur, de los soldados de Tule, hijo de Gengis Kan,
cuando expoliaron la ciudad en el año 1221.
Y aquí se da
una de esas coincidencias que me animan y exaltan. En un relato mío, El reino de Ta, me ocupo yo también del
mismo poeta —de su Mantiq al Tayr
(La conferencia de los pájaros), su obra más importante—, buscando
indagar en la inasible naturaleza de un Dios casi siempre oculto. En ese relato
sugiero una posible forma de felicidad en la vida ultraterrena, reviviendo,
embellecido y múltiple, el pasado en la Tierra. Pues resulta que Borges menciona
una idea del “pasado modificable” de Charles Howard Hinton, un escritor y
matemático británico muy interesado en el concepto de la cuarta dimensión. No
sé más de este autor, pero prometo perseguirlo con cierto ahínco. Ese es otro
de los dones de Borges: su capacidad para incitarte a descubrir autores y
mundos apasionantes y ubérrimos.
En otro momento habla Borges del rabino
Simeón ben Azaí, que vio el paraíso y murió, y del famoso hechicero Juan de
Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad. Perdóname, lector, si
sucumbo a la tentación de copiarte un fragmento de otro relato mío, Viaje a Baviera, en el que el
protagonista, a su regreso a España, cuenta:
“No sé hasta cuándo podré soportar este
sentimiento de privación y desamparo. Tras haber visto lo que he visto, no
tiene sentido permanecer en el mundo. No lamento mi experiencia en Baviera y lo
que me pregunto es por qué me sucedió a mí. Conozco bien la tradición mística,
del antiguo Israel, de los cuatro sabios que vieron al Paraíso. El primero,
Shimón ben Azai, lo contempló y murió en el acto. El segundo, Shimón ben Zoma,
miró la Luz Brillante del Ha-Shem, no pudo resistirla y perdió la razón por
completo. El tercero, Elisha Aher, vio la misma luz, comprendió que nada existe
sino Dios, que nada vale ante Él, y abandonó para siempre el estudio de la
Torah. El cuarto, el rabí Akiva ben Yosef, nombrado en el Talmud ‘cabeza de
todos los sabios’, regresó esclarecido e indemne. Murió en Cesarea, mártir de
los romanos, recitando la ‘shemá’, lleno de gozo y alegría. Yo también regresé,
pero temo volverme loco, como Shimón ben Zoma, y anhelo con toda mi alma
revivir lo que viví”.
Estos pequeños paralelismos me hacen pensar
que quizá uno no leyó del todo en vano, que algo del tiempo que dediqué al
estudio no se perdió. Son como migajas del pan de Borges, como huellas suyas que
encontrara en mi camino. Me reconcilian con él y me estimulan a seguir, a seguirle.
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