Hace más de un
mes, en mi entrada Sobre el razonar,
afirmaba yo que en ciertos experimentos
de psicología había actores encargados de fingir. Stanley Milgram, de la City University of New York, realizó
hace casi cincuenta años experimentos destinados a valorar la capacidad de
distintos individuos para obedecer órdenes emanadas de la autoridad. Se
escogieron al azar adultos voluntarios de todo el espectro social (al principio
fueron sólo estudiantes), para que participaran como ‘maestros’ en un estudio
dirigido a evaluar la relevancia del castigo corporal en el aprendizaje. Los ‘alumnos’
eran hombres sanos de aspecto agradable, de unos cincuenta años. Cada maestro
se encargaba de un alumno al que se colocaba en una silla especial y al que podía
ver y oír desde la habitación contigua. Cuando el alumno cometía un error, el
maestro aplicaba una corriente eléctrica a la silla, cuya intensidad aumentaba
con el número de errores, desde 15 voltios (choque ligero) hasta 450 voltios
(choque severo, ya con la advertencia escrita de peligro).
En la misma habitación del maestro estaba el
experimentador real, encargado de que aquel cumpliera su cometido. Los alumnos,
actores que no recibían carga eléctrica alguna —esto no lo sabían los maestros,
naturalmente—, acumulaban errores y fingían dolores de gravedad relacionada con
la potencia de la descarga, llegando a pedir el abandono del experimento, por
no poder soportar ya la tortura. Con intensidades altas, los gritos y las
angustiosas peticiones del fin de la prueba crecían, lo que llevaba a los maestros
a demandar también la interrupción al experimentador. Este no accedía e
insistía en la necesidad de cumplir las órdenes con rigor, según el protocolo.
Previamente, un grupo de psiquiatras independiente
había estimado que la mayoría de los maestros no pasaría de la descarga de 150
voltios y sólo uno de cada mil llegaría hasta la última intensidad. Pues, como
diría un castizo, que Santa Lucía les conserve la vista: el 62 % de los maestros
llegó a aplicar la descarga más potente. Todos pedían al alumno que se
esforzara en contestar correctamente para no sufrir el castigo y disentían abiertamente
del experimentador, but they did not
disobey (pero no desobedecían). Repetido el estudio en circunstancias que
incrementaban el prestigio de este, en la Universidad de Princeton, el porcentaje
subió hasta el 85 %.
Un experimento casi idéntico se hizo con
perritos encantadores a los que se entrenaba presuntamente para aprender una
cierta conducta. Las descargas eran reales, aunque de intensidad incapaz de
causar lesiones, y los maestros eran de los dos sexos. El 54 % de los hombres llegaron
a la intensidad máxima y el 100 % de las mujeres. Estas, para sorpresa general,
llegaban a llorar en la prueba, pero ninguna desobedeció.
He acortado la descripción del experimento y
dejo al lector la extracción de las pertinentes conclusiones. El seguimiento
ciego de las órdenes recibidas de un superior, puede causar todo tipo de sufrimientos,
especialmente en circunstancias en las que se mezclan además el miedo a
desobedecer, ambiente bélico, pérdida de la imparcialidad, el propio terror del
ejecutor, etc. Sin llegar a esas condiciones extremas, la capacidad de obedecer
a condicionamientos externos, legales o religiosos, o internos, de conciencia,
puede explicar actitudes poco empáticas frente a situaciones que suponen
dolencias o padecimientos intensos de otros seres humanos. Algo de esa acentuada
disposición para obedecer se pretendió estudiar en los experimentos reseñados.
Escribió Sir Bertrand Russell que respecto al
conocimiento humano hay dos preguntas importantes: ¿qué conocemos? y ¿cómo lo
conocemos? En cuanto al cómo, la materia prima de nuestro conocer son estados
mentales en las vidas de los individuos aislados. En este terreno, el enfoque
psicológico es absolutamente decisivo. Todo esto se presta a muy diferentes
interpretaciones y lo dejaremos aquí.
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