9 de marzo de 2014

Sobre el estilo de los autores


Leo el relato de un autor amigo y se me avivan las reflexiones de otras veces. Escribe de manera muy natural, reconozco con una cierta envidia. Y para conformarme, me afianzo en mi vieja concepción de que cada autor escribe como puede, que no es libre a la hora de escoger su estilo. Uno trata de escribir como lo hacen sus ídolos, pero al final tiene su modo personal de hacerlo, al que está condenado fatalmente. 

Yo no podría, no sabría, escribir como este amigo mío. Cuando escribo, es como si mis ideas preexistieran, fueran por delante, y yo las fuera encaminando con mis palabras, como el pastor guía a sus ovejas con su pértiga. Es una escritura pensada, no directa, no espontánea. No hablaré mal de mi manera de escribir —sería el único escritor del mundo en hacerlo—, pero creo sinceramente que se adivina en ella el cañamazo original, el cartón del tapiz. Me hago la objeción de que yo soy consciente de lo que me cuesta ir enderezando mis escritos y en cambio veo los otros, los de mi amigo y los demás, ya hechos, ya nacidos. Esto explicaría parte del asunto. Pero hay más.

Mi amigo, por ejemplo, escribe de alguien, que está hablando de su propia muerte: “Quiero que Dios me saque de este engaño sin que me dé ni cuenta…”. Aparte de calificar brillantemente, con una sola palabra, lo que quizá sea la vida —la vida es un engaño puede ser tan presumiblemente definitorio como la vida es sueño, etc.—, a uno le queda la sospecha de si la expresión es, como parece, una frase común, un dicho. Un personaje de su obra, un enterrador, pondera su oficio: “¡Si somos más necesarios que las comadronas!, ya que algunos se escurren solos, ¡digo!, pero ninguno se despide por sus medios…”. Esas expresiones tan ajustadas a la realidad, tan ‘sentenciosas’, ¿no pertenecen al acervo popular? Lo parecen, ciertamente. Tienen esa simplicidad, esa frescura.

En cuanto a las maneras de escribir, los lectores también tienen sus preferencias, que son muy variadas y deben defenderse con medios razonables. Jacques Vaché, un escritor e intelectual francés, en el estreno de una obra de carácter surrealista de Apollinaire, Les Mamelles de Tiresias, sacó una pistola, amenazó al público y exigió que se suspendiera la función, porque “la consideraba demasiado artística”. O sea, que escribir fino tiene sus peligros. El pobre Vaché, que había sido herido en la Gran Guerra, apareció muerto en una habitación de hotel, junto a un amigo, el seis de enero de 1919, acabada ya la contienda. La causa más probable: la ingestión de opio. Tenía sólo veintitrés años. Prácticamente dejó sólo una obra, Lettres de guerre, que incluye, entre otras, cartas a su amigo André Breton, que le consideraba un iniciador del surrealismo.

Cada uno de los que escriben tiene su público. Hay autores premiosos que parece que tejieran el tiempo, que descomponen cualquier acción o pensamiento en infinitas y minúsculas secuencias. Otros, por el contrario, tienen un rayo en la pluma. Algunos buscan una escritura enteramente desprovista de cualquier artificio, absolutamente natural. Paul Léautaud, el acedo crítico literario francés, afirmaba: “La búsqueda de una palabra, incluso si es necesaria, es un atentado contra lo natural. Debe escribirse con las palabras que uno conoce, que uno tiene en la cabeza. [...] No me gusta la gran literatura. Sólo me gusta la conversación escrita”. No coincido en esto con él. La obra literaria es una obra de arte y exige planificación y artificiosidad; esto es casi una tautología. Reclama el trabajo plateresco de la forma, el exquisito cincelado de las palabras.

Y esto siempre, en todas las circunstancias. Balzac, en su Physiologie du mariage, cuenta la siguiente historia. Un hombre, un extraño —no sería tan extraño, digo yo—, está en la cama con la mujer de un académico, cuando este llega a su casa. El hombre, el amante, al ver la llegada del marido, le reprocha a la esposa infiel: Quand je vous avertissais, madame, qu’il fallait que je m’en aille…, s’écrie l’étranger. — Eh!, Monsieur, dites au moins: Que je m’en allasse!, reprend l’académicien (Os advertí, señora, que era preciso que me vaya…, gritó el extranjero. — Eh!, señor, decid, al menos, que yo me fuera, prosiguió el académico). Muy bien corregido, porque era pertinente, en esa ocasión y en cualquier otra. Y estoy seguro de que también le recriminó otras cosas, que todo se puede hacer a su debido tiempo. Educadamente, como cabe esperar de un académico.

Lo he dicho muchas veces: al escribir, todo está permitido. Porque queda siempre un último baremo: la belleza, la claridad conseguidas. Es difícil ser dogmático aquí. Lector, para mí la literatura es ante todo un juego entre tú y yo; en cuanto junto unas palabras, siempre pienso que estás al otro lado del espejo. Salta a esta parte de una vez y cuéntame. Ayúdame a caminar en la tiniebla de los gustos literarios. Y hazlo pronto, antes de que sea tarde. ¡Es tan quebradiza, tan fugaz, nuestra presencia en el mundo!

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