Leo el relato
de un autor amigo y se me avivan las reflexiones de otras veces. Escribe de manera
muy natural, reconozco con una cierta envidia. Y para conformarme, me afianzo
en mi vieja concepción de que cada autor escribe como puede, que no es libre a
la hora de escoger su estilo. Uno trata de escribir como lo hacen sus ídolos,
pero al final tiene su modo personal de hacerlo, al que está condenado
fatalmente.
Yo no podría,
no sabría, escribir como este amigo mío. Cuando escribo, es como si mis ideas
preexistieran, fueran por delante, y yo las fuera encaminando con mis palabras,
como el pastor guía a sus ovejas con su pértiga. Es una escritura pensada, no directa,
no espontánea. No hablaré mal de mi manera de escribir —sería el único escritor
del mundo en hacerlo—, pero creo sinceramente que se adivina en ella el
cañamazo original, el cartón del tapiz. Me hago la objeción de que yo soy
consciente de lo que me cuesta ir enderezando mis escritos y en cambio veo los
otros, los de mi amigo y los demás, ya hechos, ya nacidos. Esto explicaría
parte del asunto. Pero hay más.
Mi amigo, por
ejemplo, escribe de alguien, que está hablando de su propia muerte: “Quiero que
Dios me saque de este engaño sin que me dé ni cuenta…”. Aparte de calificar brillantemente,
con una sola palabra, lo que quizá sea la vida —la vida es un engaño puede ser
tan presumiblemente definitorio como la vida es sueño, etc.—, a uno le queda la
sospecha de si la expresión es, como parece, una frase común, un dicho. Un personaje
de su obra, un enterrador, pondera su oficio: “¡Si somos más necesarios que las
comadronas!, ya que algunos se escurren solos, ¡digo!, pero ninguno se despide
por sus medios…”. Esas expresiones tan ajustadas a la realidad, tan ‘sentenciosas’,
¿no pertenecen al acervo popular? Lo parecen, ciertamente. Tienen esa simplicidad,
esa frescura.
En cuanto a las
maneras de escribir, los lectores también tienen sus preferencias, que son muy variadas
y deben defenderse con medios razonables. Jacques Vaché, un escritor e intelectual francés, en el estreno de una
obra de carácter surrealista de Apollinaire, Les Mamelles de Tiresias, sacó una pistola, amenazó al público y
exigió que se suspendiera la función, porque “la consideraba demasiado
artística”. O sea, que escribir fino tiene sus peligros. El pobre Vaché, que
había sido herido en la Gran Guerra, apareció muerto en una habitación de
hotel, junto a un amigo, el seis de enero de 1919, acabada ya la contienda. La
causa más probable: la ingestión de opio. Tenía sólo veintitrés años. Prácticamente
dejó sólo una obra, Lettres de guerre, que incluye, entre otras, cartas a su amigo
André Breton, que le consideraba un iniciador del surrealismo.
Cada uno de los
que escriben tiene su público. Hay autores premiosos que parece que tejieran el
tiempo, que descomponen cualquier acción o pensamiento en infinitas y
minúsculas secuencias. Otros, por el contrario, tienen un rayo en la pluma. Algunos buscan una escritura
enteramente desprovista de cualquier artificio, absolutamente natural. Paul
Léautaud, el acedo crítico literario francés, afirmaba: “La búsqueda de una
palabra, incluso si es necesaria, es un atentado contra lo natural. Debe escribirse
con las palabras que uno conoce, que uno tiene en la cabeza. [...] No me gusta
la gran literatura. Sólo me gusta la conversación escrita”. No coincido en esto
con él. La obra literaria es una obra de arte y exige planificación y
artificiosidad; esto es casi una tautología. Reclama el trabajo plateresco de
la forma, el exquisito cincelado de las palabras.
Y esto siempre, en todas las
circunstancias. Balzac, en su Physiologie
du mariage, cuenta la siguiente historia. Un hombre, un extraño —no sería
tan extraño, digo yo—, está en la cama con la mujer de un académico, cuando
este llega a su casa. El hombre, el amante, al ver la llegada del marido, le reprocha
a la esposa infiel: Quand je
vous avertissais, madame, qu’il fallait que je m’en aille…, s’écrie l’étranger. — Eh!, Monsieur, dites au moins: Que je m’en allasse!, reprend l’académicien (Os advertí, señora, que
era preciso que me vaya…, gritó el extranjero. — Eh!, señor, decid, al menos, que
yo me fuera, prosiguió el académico). Muy bien corregido, porque era pertinente, en esa ocasión y en
cualquier otra. Y estoy seguro de que también le recriminó otras cosas, que
todo se puede hacer a su debido tiempo. Educadamente, como cabe esperar de un
académico.
Lo he dicho
muchas veces: al escribir, todo está permitido. Porque queda siempre un último
baremo: la belleza, la claridad conseguidas. Es difícil ser dogmático aquí. Lector,
para mí la literatura es ante todo un juego entre tú y yo; en cuanto junto unas
palabras, siempre pienso que estás al otro lado del espejo. Salta a esta parte de
una vez y cuéntame. Ayúdame a caminar en la tiniebla de los gustos literarios.
Y hazlo pronto, antes de que sea tarde. ¡Es tan quebradiza, tan fugaz, nuestra
presencia en el mundo!
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