No, no es uno
de esos chistes en que hay personajes de varios países. En un breve circuito
turístico por España, he coincidido con un matrimonio de Estados Unidos, que no
hablaba nada de español. Aunque el guía se dirigía a ellos en inglés, mi esposa
y yo tuvimos ocasión de ayudarles con el idioma y se inició así una relación.
El marido, ya
jubilado, fue profesor en una Universidad americana —no daré datos innecesarios—
y es experto en Software Architecture, un concepto
desconocido hasta ahora por mí y no inmediatamente entendible. Se refiere a las
estructuras de más alto nivel en un sistema de software, a la disciplina para
crear dichas estructuras. Su experiencia docente le permitió exponer el tema y
hacerlo medianamente comprensible. Cuando ya empezó a hablar de niveles de
abstracción la comunicación se hizo más fluida y, finalmente, pudimos charlar
ampliamente sobre la utilización inconsciente por parte de los médicos de
algoritmos numéricos en el proceso diagnóstico, idea en la que he insistido en
algunas publicaciones mías.
Al despedirnos
ocurrió el normal intercambio de direcciones y los deseos y casi promesas de
vernos en el futuro, con invitaciones sinceras a los hogares respectivos. Todo
muy agradable, muy educado y muy internacional; muy propio del mundo en que nos
ha tocado vivir, que tiene también sus aspectos positivos.
También había
en el grupo una pareja de catalanes; él era abierto y algo lenguaraz. Durante
una comida, compartiendo mesa, le pregunté, con una sonrisa: ¿Y qué, se van a
independizar ustedes? Contestó, también sonriendo, que era imposible la
independencia para un país pequeño y habló de Andorra, que vive, dijo, sólo
gracias al turismo de esquí. Estas fueron sus palabras y no entraré en la
ligazón lógica o el carácter rebatible de su pensamiento; trato únicamente de
describir un personaje, unas escenas. Lector, en esta narración no hay ni una sola palabra que no
sea verdad.
Sin embargo,
afirmó que en el referéndum, cuya celebración daba por segura, votaría que sí,
para cargarse de razón frente a Madrid. No utilizó la expresión “Madrid nos roba”,
pero dejó claro que en lo de las cuentas salían perdiendo. Lo traté con guante
de seda, utilizando ese rincón del cerebro que uno guarda para las
conversaciones mundanas o vulgares y al que no se debe renunciar jamás. Como
era simpático, le conté que algunas personas divertidas que yo había conocido
eran catalanas. Me dio la razón con entusiasmo y expuso su idea de que los
mejores cómicos que se podían ver —en la tele, por ejemplo— eran catalanes. No
hablo de payasos, para eso están los andaluces, aclaró con indisimulable desdén.
Con esa parte del cerebro de la que hablé antes, mencioné a Albert Boadella, lo
que no le hizo gracia. Ese se vende al mejor postor, sentenció. Yo creo que es
inteligente, me atreví a decir. Para venderse hace falta ser inteligente, me
ilustró, con la convicción de haber dicho algo memorable y profundo. También
ironizó sobre la mirada de Oriol Junqueras,
que no se sabía a dónde la dirigía. O algo así, no le entendí bien esto.
Estuvo, dicho
en castizo, sobradísimo, casi como el señor Artur Mas. Estaba claro que me
consideraba un privilegiado por poder charlar con él. Menos mal que no le dije que yo
era andaluz; a veces ni me acuerdo de este detalle importantísimo. La esposa
escuchaba en silencio, con ese aire de mártir de las mujeres que llevan una
vida entera oyendo desvariar al cónyuge. Yo adopté alborozado el apropiado papel
de discente. Fue todo absolutamente divertido e inocuo. No nos intercambiamos
direcciones, eso no.
Estos son el
norteamericano y el catalán de mi historia, conocidos en un viaje de turismo,
en un ambiente relajado y proclive a la comprensión y al perdón. ¿De dónde han
surgido estos nuevos catalanes? Antes no eran así. Seguramente, la culpa será
de Madrid. ¿Y cuántos son? Eso no se sabrá con el referéndum que se planea, si
se celebra, sesgado y metodológicamente inválido desde el principio.
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