Ya vimos que
hay muchas clases de amor. Hablaré hoy brevemente de uno: el amor ardiente, el
amor quemante, como podría calificarse con toda propiedad. La princesa china
Bibi Janum era tan menuda y frágil que, para traerla desde su país hasta
Samarkanda y presentarla a Tamerlán, la metieron en una maceta de barro azul,
muy bien acolchada entre capullos de seda, e hicieron el viaje en jornadas muy
cortas. Se cuenta de ella que cuando sonreía por la noche su rostro irradiaba tal
resplandor que no hacía falta ninguna otra luz. Su belleza era, como sucede
tantas veces con las mujeres, irresistible, para los hombres que saben
apreciarlas como se merecen.
Arqueólogos
rusos abrieron la tumba de Tamerlán (del persa Timür-i lang, ‘Timur el
Cojo’), y comprobaron que, efectivamente, era cojo, pequeño de estatura y tenía
el brazo derecho atrofiado. No sabía leer ni escribir, pero era sagaz e
inteligente y tenía conocimientos de astronomía y medicina, como se recoge en
la autobiografía de Ibn Jaldún, que lo conoció tras el sitio de Damasco y
señaló que le gustaba no sólo conversar, que esto es más corriente, sino
razonar, lo que es más raro. Cuando Tamerlán vio a Bibí Janum, quedó
instantáneamente prendado de ella y la hizo su esposa favorita, aunque siguió
con sus campañas de guerra, que le obligaban a ausencias muy prolongadas.
Durante uno de
estos prolongados viajes, Bibí quiso construir una mezquita como sorpresa para
cuando volviera su esposo. Se dedico a esta tarea en cuerpo y alma. Iba cada día
para observar los trabajos, controlar la progresión de los mismos, llevar las
cuentas de los carísimos azulejos empleados, etc. El maestro constructor, un
persa de nombre Guka Saniz, se enamoró perdidamente de ella y demoraba
intencionadamente la obra para tener la oportunidad de seguir viéndola y
tratándola, de mendigar su atención. Era el único alarife en todo el inagotable
reino que conocía la secreta geometría indispensable para rematar la bellísima
cúpula de color turquesa. Un día, enloquecido ya por el amor, le dijo a la
princesa que no la acabaría si no se compadecía de sus sentimientos. Le
pidió, de la manera más respetuosa, que le permitiera besarla.
Bibí, por ver
de terminar los trabajos, y quizá porque Tamerlán llevaba mucho tiempo fuera y
eso nunca es bueno, prometió dejarse besar en una mejilla. Guka aceptó,
pensando que tampoco era un mal sitio para comenzar. Sin embargo, a última hora
la bella princesa se arrepintió e interpuso la mano cuando el enardecido
alarife se acercó a besarla. Cómo estaría el buen hombre, en qué estado de
ignición, que sus labios le quemaron la mano —con razón hablo del amor
quemante— y la lesión no había curado aún cuando llegó Tamerlán. La mezquita
estaba terminada, a pesar de todo, porque Guka había perdonado los
incumplimientos y renunciado a la felicidad, como saben hacer los hombres a
menudo. Sin embargo, el rey preguntó a Bibí por la quemadura, supo los detalles
y mandó que tiraran al alarife desde lo alto del minarete. Alah el Grande, el
Misericordioso, no permitió que tan gran arquitecto muriera y lo facultó para
que pudiera volar y escaparse. Hay otras versiones de la historia, pero
prefiero esta, sin víctimas mortales.
Al rey leonés
Alfonso VI, el Bravo, también le quemaron la mano en Toledo —cuentan las
leyendas que la quemadura le horadó la mano—, en una situación muy distinta.
Lector, hoy todo está en Internet; si quieres saber algo más de esto, míralo
allí y sabrás encontrarlo enseguida. Así yo termino esta entrada y no me alargo
más, que tampoco son buenos los excesos.
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