Hablé de amores que fueron y luego
desaparecieron, arrasados por el vendaval maligno del tiempo. Como aquel que
añoraba el trovador Raimbaut de Vaqueiras en su reino de Salónica, cuando
escudriñaba el mar cada día, soñando arribadas imposibles. Amores que anidan en
el recuerdo y siguen embelleciendo la vida, porque causan una clase de tristeza
muy dulce. Lo entiendo muy bien: sé desde hace tiempo que el más preciado poso
de la experiencia de una vida entera es el refugio en la nostalgia.
La verdad es que puede haber
mucho de triste en los amores. Lancelot de Voiron era un paje de Alix de
Orange, la más rubia, hermosa y alegre de las princesas del Delfinado, según el
parecer y testimonio de todos los juglares. Para ambos, el paje y la princesa,
fue el primer amor. No hay luna como la de enero, ni amor como el primero, dice
la sabiduría popular. Un día, los sorprendió el padre de Alix, el príncipe
Renault, cuando se besaban y el pobre Lancelot tuvo que huir más que deprisa.
Cabalgó hacia Valence y se fue Ródano abajo hasta Marsella, lugar en que se
embarcó para Jerusalén, en donde hacían entonces la cruzada los francos. Los azares
de la guerra y el destino lo retuvieron quince años hasta que pudo regresar. Y
cuentan las viejas crónicas que, justamente cuando entraba el caballero Lancelot
en Valence, por la puerta que llaman del Imperio, oyó tocar a agonía las
campanas de San Martín. Le hicieron saber que tocaban por su enamorada, por la
bella Alix de Orange, que se moría con la misma tos de su hermana Beatriz, en
la terraza de su palacio, el de los Tres Donceles. Llegó tarde; no pudo verse
reflejado en sus ojos. ¡Tantas penas que pasó, tantos años esperando, para ser
derrotado al final por la muerte!
Don Leonís de
Arantes se enamoró de una princesa bizantina, hermosísima, pero con la salud
quebrantada; tenía que tomar, mandadas por los médicos, unas raras hierbas de
javaleño, que se dan sólo en Indias. Hasta aquel lejano país fue Don Leonís y
peleó allí con un gigante y una serpiente, jugándose la vida y ganándola. Y realizó
muchas otras hazañas, que no son para referir ahora, hasta que dio finalmente
con las salutíferas hierbas y las trajo, ilusionado y feliz, a Constantinopla.
Cuando entraba en la ciudad, por la puerta que nombran de las Abejas, un paseante,
que lo reconoció por sus armas y sabía de sus amores pendientes, se dirigió
hacia él y le avisó de que la princesa había muerto, hacía ya dos años, de una
alferecía. O sea, que Don Leonís hizo en balde el viaje, salvo que echó fama de
buen enamorado y eso quizá le sirvió luego de algo, en la vida que siguió, que
no siempre las cosas acaban tan rematadamente mal.
Por la misma
excepcionalidad del amor, por su delicada naturaleza, anida en él muchas veces
la tristeza, en ocasiones muy sutil, apenas perceptible. Como la que destila ese
verso de un poeta gaditano, Ángel García López: “Confieso que te quiero como
nadie me quiso”, que no deja de ser una queja, aunque muy tenue e íntima.
Otras veces el
amor es tan fulgurante que hasta puede matar. En Bretaña, en la dulce Francia,
una doncella murió el primer día que bailó con un galán. Era su baile
inaugural, recién llegada a la mayoría de edad y no pudo soportar la emoción y
la felicidad. Esa es región de mujeres sensibles y, ante el temor de que esto
pudiera ocurrir en más casos y poner en riesgo incluso el mantenimiento de la
población, se decretó, en la ciudad, que las damas no bailaran hasta que
hubieran tenido por lo menos un primer hijo. Y uno se pregunta, si podían morir
por un baile, ¿cómo soportaban las maniobras necesarias para traer niños al
mundo? Claro que esto está más enraizado en la naturaleza, me digo, y se tolera
bastante bien, en general.
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