27 de abril de 2014

Elena Poniatowska y los humildes


En una entrada anterior de este blog conté cómo Elena Poniatowska, reciente ganadora del Premio Cervantes, citó un cortísimo diálogo de una obra de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, para explicar la humildad, la mansedumbre de algunos de sus compatriotas, los menos favorecidos. Alguien pregunta: ¿Quién anda ahí? Y la sirvienta responde: No hay nadie. ¿Y tú quién eres?, insiste curioso el demandante. “No, pues nadie”, contesta otra vez la sirvienta. Es un ejemplo de esa casi aniquilación personal a la que puede llegarse en algunas sociedades. “Muchos mexicanos se ningunean —dijo la escritora—, no contestan así por hacerse de menos ni por esconderse, sino porque es parte de su naturaleza”.

Inmediatamente, mientras oía esto, me vino a la memoria un viejo relato mío, Teresa, del que tomo una pequeña parte:

La pobreza, la injusticia pueden muy bien destruirte, robarte la vida. Recordó, como hacía muy a menudo, a su marido muerto y se vio con él en aquel país de América, hacía ya muchos años, jóvenes los dos, cuando en la capital os encontrasteis con aquellas dos chicas, acompañadas de una sirvienta muy delgada, poco más o menos de su misma edad, graciosa, más graciosa que ellas, y con aspecto de ser más viva que una lagartija. Las chicas notaron que erais extranjeros y os saludaron y cuando supieron que erais españoles empezaron a preguntaros cosas de España y vuestra opinión sobre su propio país y todo lo que estabais viendo, mientras la sirvienta permanecía a una prudente distancia, resignada y tímida, sin osar acercarse o intervenir, pero sin perder una palabra de la conversación. Cuando os despedisteis, les estrechasteis las manos a las dos chicas y entonces tú, Paula, que no tenías aún treinta años, te acercaste a la sirvienta y le diste un beso de despedida, aunque ni te la habían presentado. Y viste en sus ojos el asombro, la gratitud incontenible, pero también un temor certero y súbito por lo que pudiera pasar, por lo que estaba casi segura de que iba a pasar.

"Te has pasado un poquito, sigues viendo Cenicientas por todas partes", te comentaba después, con sonoras carcajadas, tu marido. "Esas chicas actúan así, porque las han educado así, lo hacen seguramente sin mala intención". "Pues para que vayan aprendiendo", le contestaste, todavía irritada. "Y que sepas que hay Cenicientas por todas partes, el mundo está lleno de ellas. Y no sé por qué me reprochas nada, cuando tú toleras estas cosas mucho peor que yo. No olvides que te preferí a otros sólo por eso", sonreíste y coqueteaste un poco.

Habían pasado muchos años y ahora, en la penumbra de una habitación en Madrid, en una mañana de otoño que hubiera podido ser muy dulce, se habían instalado la nostalgia y el silencio. Doña Paula estaba perdida y ajena y le volvió a hacer a su marido el viejo y amargo reproche que le venía haciendo en los últimos cuatro años: «¿Por qué me has dejado sola en este mundo de imbéciles?».

Esa era la autocita, un poco larga. Cuando uno ha vivido ya mucho y ha escrito un poco, estas resonancias de lo que escuchamos o leemos empiezan a darse muy a menudo. Y también la tentación de añadirlas a lo que sucede a nuestro alrededor. Porque en ocasiones los sentimientos y hasta las palabras coinciden y uno piensa que, si se cuentan, completan lo oído o leído. Y porque corroboran lo que ya dijera Heráclito: Todos los que están despiertos habitan un mismo mundo; en cambio, los que duermen, viven cada uno en el suyo. Me encuentro con gente que comparte mi mundo en los sitios más insospechados. Junto a gentes que viven a mi lado desde siempre y que se han alejado, quizá sin posible retorno. Lo que no deja de entristecerme; es la vida.

Lo narrado en mi relato estaba inspirado en la realidad; ocurrió en un viaje que hicimos mi esposa y yo a un país americano.

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