En una entrada anterior de este
blog conté cómo Elena Poniatowska, reciente ganadora del Premio Cervantes, citó
un cortísimo diálogo de una obra de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, para explicar la humildad, la mansedumbre
de algunos de sus compatriotas, los menos favorecidos. Alguien pregunta: ¿Quién
anda ahí? Y la sirvienta responde: No hay nadie. ¿Y tú quién eres?, insiste curioso
el demandante. “No, pues nadie”, contesta otra vez la sirvienta. Es un ejemplo
de esa casi aniquilación personal a la que puede llegarse en algunas sociedades.
“Muchos mexicanos se ningunean —dijo la escritora—, no contestan así por hacerse
de menos ni por esconderse, sino porque es parte de su naturaleza”.
Inmediatamente, mientras oía esto,
me vino a la memoria un viejo relato mío, Teresa,
del que tomo una pequeña parte:
La
pobreza, la injusticia pueden muy bien destruirte, robarte la vida. Recordó,
como hacía muy a menudo, a su marido muerto y se vio con él en aquel país de
América, hacía ya muchos años, jóvenes los dos, cuando en la capital os
encontrasteis con aquellas dos chicas, acompañadas de una sirvienta muy
delgada, poco más o menos de su misma edad, graciosa, más graciosa que ellas, y
con aspecto de ser más viva que una lagartija. Las chicas notaron que erais
extranjeros y os saludaron y cuando supieron que erais españoles empezaron a
preguntaros cosas de España y vuestra opinión sobre su propio país y todo lo
que estabais viendo, mientras la sirvienta permanecía a una prudente distancia,
resignada y tímida, sin osar acercarse o intervenir, pero sin perder una
palabra de la conversación. Cuando os despedisteis, les estrechasteis las manos
a las dos chicas y entonces tú, Paula, que no tenías aún treinta años, te
acercaste a la sirvienta y le diste un beso de despedida, aunque ni te la
habían presentado. Y viste en sus ojos el asombro, la gratitud incontenible,
pero también un temor certero y súbito por lo que pudiera pasar, por lo que
estaba casi segura de que iba a pasar.
"Te
has pasado un poquito, sigues viendo Cenicientas por todas partes", te comentaba
después, con sonoras carcajadas, tu marido. "Esas chicas actúan así, porque las
han educado así, lo hacen seguramente sin mala intención". "Pues para que vayan
aprendiendo", le contestaste, todavía irritada. "Y que sepas que hay
Cenicientas por todas partes, el mundo está lleno de ellas. Y no sé por qué me reprochas nada, cuando tú toleras estas cosas mucho peor que yo. No olvides que
te preferí a otros sólo por eso", sonreíste y coqueteaste un poco.
Habían
pasado muchos años y ahora, en la penumbra de una habitación en Madrid, en una
mañana de otoño que hubiera podido ser muy dulce, se habían instalado la
nostalgia y el silencio. Doña Paula estaba perdida y ajena y le volvió a hacer
a su marido el viejo y amargo reproche que le venía haciendo en los últimos
cuatro años: «¿Por qué me has dejado sola en este mundo de imbéciles?».
Esa
era la autocita, un poco larga. Cuando uno ha vivido ya mucho y ha escrito un
poco, estas resonancias de lo que escuchamos o leemos empiezan a darse muy a
menudo. Y también la tentación de añadirlas a lo que sucede a nuestro
alrededor. Porque en ocasiones los sentimientos y hasta las palabras coinciden
y uno piensa que, si se cuentan, completan lo oído o leído. Y porque corroboran
lo que ya dijera Heráclito: Todos los que están despiertos habitan un mismo mundo;
en cambio, los que duermen, viven cada uno en el suyo. Me encuentro con gente
que comparte mi mundo en los sitios más insospechados. Junto a gentes que viven
a mi lado desde siempre y que se han alejado, quizá sin posible retorno. Lo que
no deja de entristecerme; es la vida.
Lo
narrado en mi relato estaba inspirado en la realidad; ocurrió en un viaje que
hicimos mi esposa y yo a un país americano.
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