A los muy
pocos días de la muerte de Gabriel García Márquez, un escritor latinoamericano
—quien sea visitador habitual de este blog ya sabe que los nombres no siempre son
necesarios— valoró la obra del fallecido y dijo que escribió algunas buenas
obras después del enorme éxito de Cien años de soledad, pero que a
partir de El amor en los tiempos del cólera no produjo obras de gran
calado. Sin tener presente ahora la cronología exacta de la bibliografía de
Márquez y sin conocer enteramente su obra, no veo en esa opinión nada que
obligue a invalidarla d’emblée, inmediatamente. Quiero decir que no
pienso, sin posible apelación, que tenga que estar equivocado.
Ocurre,
sin embargo, que el citado crítico concreta un poco más y afirma que el Premio
Nobel “comenzó su carrera siendo un mal escritor y la terminó siendo pésimo”. Y
aquí ya sí surgen todas las dudas. No sé ahora cuáles fueron exactamente su
primera y última obra y, estrictamente, no puedo juzgar lo que dice el crítico.
Pero sí tengo la convicción —el pálpito, si se quiere— de que es imposible que
García Márquez acabara haciendo literatura pésima. Por muchas razones. Porque
no es concebible que alguien, que ha escrito obras excepcionalmente brillantes
y únicas, tenga al final un gusto literario tan estragado que le lleve a
producir literatura ínfima. Porque, a esas alturas, una legión de agentes de
las editoriales le estarían avisando de que algo no iba bien. Etc., etc. No
tengo una opinión excelsa de los agentes literarios o de los editores, pero
creo que habría ocurrido eso, que habrían sonado todas las alarmas.
Al poco tiempo,
en Facebook hervían los comentarios desdeñosos y ofensivos frente al
crítico. Con una agresividad que nunca entiendo en estos casos, se le llamaba
mediocre, frustrado, envidioso, hijo de canalla, directamente canalla (obviando
las referencias a la estirpe), tonto, peligroso y, finalmente, se le bautizaba
como Eróstrato. Lector, este Eróstrato, por si no lo recuerdas, fue un pastor
de Éfeso que buscaba ser famoso y por cierto que lo consiguió, se mire como se
mire. ¿Y cómo?, quizá te preguntes. Muy fácil: pegando fuego al templo en
aquella ciudad de la diosa griega Artemisa (Diana), una de las siete maravillas
del mundo antiguo, el 21 de julio del año 356 a. C. El mismo día que, según
Plutarco, nació Alejandro el Grande.
¿Te
gustaría saber cómo era ese templo? Muy fácil: “Habían hecho falta ciento veinte años para construirlo. Figuras tiesas
ornaban sus habitaciones interiores, cuyos techos eran de ébano y ciprés. Las
pesadas columnas que lo sostenían, estaban embadurnadas con minio. La sala de
la diosa era pequeña y ovalada. En el medio se levantaba una piedra negra
prodigiosa, cónica y reluciente, con marcas de un dorado lunar, que era la
propia Artemisa. El altar triangular también estaba tallado en una piedra
negra. Otras mesas, hechas de losas negras, estaban perforadas con agujeros a
espacios regulares para que corriera la sangre de las víctimas. De las paredes
pendían anchas hojas de acero, con empuñadura de oro, que se usaban para abrir
las gargantas […] Entre los anillos, las grandes monedas y los rubíes, yacía el
manuscrito de Heráclito, quien había proclamado el reino del fuego. El mismo
filósofo lo había depositado allí, en la base de la pirámide, cuando la estaban
construyendo”.
Quizá quieras saber, lector, dónde está
escrito todo esto, de dónde lo he sacado. Muy fácil; todo es muy fácil. Pero
para contártelo, tengo que hablarte de Marcel Schwob, en una próxima entrada. Era
un judío francés, escritor, de finales del siglo XIX. Déjame decirte ahora lo
que me llamó enseguida la atención, lo más triste de su historia: murió en el
1905, con sólo treinta y siete años.
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