Hablaba en mi
anterior entrada de cómo una cierta aura de felicidad puede hacer deslumbrantes
nuestros recuerdos. Hasta el punto de que, para algunos, el pasado se convierte
en un modelo o reclamo de cualquier paraíso ultramundano (ultraterreno no está
en el DRAE; qué cosas, ¿verdad?). Este hermoseamiento del pasado puede ocurrir
particularmente en los mayores y no ser siempre beneficioso. Paul Léautaud, en su obra Palabras efímeras, hizo notar que “los recuerdos de las cosas
felices envenenan la vida, cuando estas ya no se pueden tener. El amor, por
ejemplo”.
Yo no sé si hay
una época de la vida en la que ya no se pueda tener el amor; ese amor concreto al que
se refiere, sin duda, el autor. Lo que me importa resaltar ahora es que, como
en tantas ocasiones, lo de refugiarse en el pasado —en la infancia, en la
adolescencia, en la juventud— hay que saber dosificarlo. Un francés lúcido de casi noventa años, ha escrito:
Adultes oublieux, ne dites point que l’adolescence est temps merveilleux. Et si vraiment la vôtre vous paraît telle,
c’est qu’alors vous avez fait bien peu en votre maturité (Adultos
olvidadizos, no digáis que la adolescencia fue un tiempo maravilloso. Si
verdaderamente la vuestra os parece así, es que habéis hecho bien poco en
vuestra madurez).
La
historia de siempre: la verdad se insinúa y escabulle entre proposiciones
contrarias y resulta siempre difícilmente asible (asible no está en el DRAE, pero
sí inasible; qué cosas, ¿verdad?). Somos nosotros los que tenemos que ordenar
el mundo y hacerlo nuestro. Sin excesos, para que los demás puedan también
habitarlo. Si uno se fabrica un mundo demasiado personal, corre el riesgo de
quedarse solo.
Tengo
que copiar ahora un fragmento de un escrito mío, para dar una idea de estas
vaharadas entrañables que nos vienen del pasado: “Y todo enredándose,
enzarzándose, con los recuerdos; con los más bellos, los de la infancia. Veo
todavía aquellos campesinos de mi tierra, que vendían los chumbos por las
calles. Llevaban una minúscula navaja y con extraordinaria maestría cortaban
los dos extremos del chumbo y los separaban, como dos opérculos, para luego
hacer una incisión longitudinal a lo largo del fruto, muy poco profunda; lo
justo para despegar, con la misma navaja, en un momento, la corteza y
descubrir, ante nuestros asombrados ojos de niño, la roja y sangrante pulpa,
carnosa y resbaladiza, que recogíamos ya con la mano.
Lo
hacían todo con gran habilidad y precisión, porque el chumbo no debe tocar la
piel, pues tiene unas espinas, muchas casi invisibles, que pican y son muy
molestas. Era todo tan fácil, tan bonito de ver, tan dulce y rico de comer.
Aquellos hombres rudos, sencillos, te ofrecían en un minuto la felicidad, el
milagro de una pequeña felicidad”.
¿Volcarse
en el pasado? ¿Huir de él? Todo viene de que no sabemos en realidad qué es la
vida y cada uno trata de vivirla a su manera. Un escritor español, cuyo nombre
no hace al caso, medita sobre esto y escribe: “La vida es un largo
ensayo hacia la nada, un rumor de siglos devastados, el naufragio de las ideas,
la angustia de la palabra deshuesada. No existe la verdad y la juventud se
disuelve entre la alucinación y el júbilo de la ceniza”. Bueno, lector, quizá
ya me conoces. Si pones todas las frases al revés, la verdad del párrafo —lo
que haya de verdad en él— se transforma en otra verdad distinta, igualmente
válida. Es evidente que con una prosa así no se persigue la verdad. Se busca sólo la eufonía,
el juego, el malabarismo de las puras palabras. Pero ese juego me gusta, no lo
puedo remediar.
Sin embargo, el
mismo Paul Léautaud, el famoso crítico literario que citaba antes, está en
contra: “No me gusta la gran
literatura. Sólo me gusta la conversación escrita. […] La búsqueda de una
palabra, incluso si es necesaria, es un atentado contra lo natural. Debe
escribirse con las palabras que uno conoce, que uno tiene en la cabeza”.
Dios mío, ¿por qué resulta tan bello y
elusivo el mundo de las ideas?
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