Hablé del pasado y, casi sin
darme cuenta, me dirigí al mío, a mi pasado. Yo creo que esto es bastante
inevitable. Hablo de mí porque soy el hombre que tengo más a mano, se excusaba
Laín Entralgo cuando abría los pasadizos del alma a los demás. Lo mismo podría
decir yo y cualquier lector de este blog. Pero son esos hombres que tenéis
todos a mano los que me interesan, porque son los que existen sólo para
vosotros, si no los sacáis a la luz. Son los que fuisteis en algún momento, que
ya nadie recuerda, los que soñasteis ser, los que quisisteis ser, los que no
pudisteis ser, porque en la vida no siempre vienen bien las cosas y mucho de
nosotros se queda sin volcarse al mundo.
Tengo ahora la retina llena de amarillos,
de blancos, de verdes, de violetas. Estoy en Galicia y apenas puedo entrever el
color de la tierra, que parece esconderse pudorosa por mostrar tanta belleza;
todo está cubierto por una vegetación amable e infinitamente relajante. Esto lo contare otro
día; ahora quiero terminar las líneas que empecé sobre el pasado.
Ese pasado que a menudo se
reviste de algo muy parecido a la felicidad. E importa poco si fue más o menos
real; el pasado no es como fue, sino como se recuerda. Tan es así que puede
convertirse en un refugio acogedor, cuando se extravía nuestra vida, nuestro
presente. Ampliaré un poco más las palabras del escritor francés que ya cité,
Maurice Bedel, que recomienda con ardor visitar nuestro pasado. Traduzco: “Hay
cuentos en donde se ven Aladinos y Alicias internarse por arte de magia en
mundos rebosantes de maravillas. ¡Pero tú tienes la lámpara de Aladino! ¡Se
abre a ti el país de Alicia! ¿Por qué te quedas dudando en el umbral de tus
riquezas? Entra, franquea el rastro de silencio que separa lo que es de lo que
ha sido”.
La belleza del pasado puede
hasta condicionar nuestra idea del cielo, del paraíso. Fernando Pessoa, el gran
escritor portugués, añora la casa de su niñez y un pasado de té y tostadas
servidas en la tarde, cuando las mujeres acababan por fin sus tareas de coser y
hacer punto, con el reloj del salón midiendo, o creando, el tiempo. Una
añoranza bien terrestre y familiar que le hace exclamar, dirigiéndose
confusamente a alguien que fuera encargado de administrar la verdad y el tiempo
de la eternidad en otra vida: “Me veo aquel que fui en la infancia... Dame esto
otra vez, tal cual era, con el reloj tictaqueando al fondo, y guárdate para ti
todos los dioses. ¿Qué es para mí un Olimpo que no me sabe a las tostadas del
pasado? ¿Qué tengo yo que ver con unos dioses que no tienen mi reloj antiguo?
Restitúyeme el pasado y guárdate la verdad. Dame otra vez la infancia y llévate
contigo a Dios.” Sí, lector, todo puede ser excesivo. Pero para eso está uno,
para matizarlo, para suavizarlo, para adaptarlo a nuestro pensamiento o nuestro
corazón.
Sin tanta acritud, un escritor
español, Andrés Trapiello, imagina también una eternidad bien mundana: “Nuestra
vida, si se sabe vivir, es como la misma gloria, y yo diría incluso que no
quiero más eternidad que una hecha de estas mismas cosas, con todas nuestras
cuitas y afanes, sólo que sin dolor y sin muerte”. Yo quitaría algo de todo
esto. Las cuitas, a veces muy urentes. Los afanes, a veces vehementes e
insensatos. Y no querría un mundo con los tontos que uno se encuentra por aquí.
Ni con vanidosos. En realidad, los tontos y los vanidosos son los mismos. Para
mí, y lo digo con absoluta convicción, si alguien es vanidoso es también tonto.
Por eso, una de las palabras más reveladoras y profundas de nuestra lengua es
la de tontivano. En fin, yo querría un mundo libre de turpitud y, por supuesto, de agresividad.
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