No conté mi aventura
irlandesa por presunción. Cualquiera que tenga mi edad, más de cien años, y
recuerde complacido su juventud, me comprenderá perfectamente. A mi edad uno ya
no presume, simplemente recuerda, añora y se deja acunar dulcemente por la melancolía.
Hasta a los pueblos les sucede lo mismo. Escribe Sánchez Albornoz que “cuando
alcanzan la madurez, empiezan a mirar con frecuencia hacia el ayer y en el
otoño de su alentar, viven más de recuerdos que de proyectos y de apetitos”.
Seguramente, hermoseamos sin querer el pasado, que se nos aparece como un
paraíso perdido; quizá el único paraíso que nos será dable disfrutar en
nuestras vidas. Porque el del más allá, el prometido, podría resultarnos
inasequible por falta de alguno de los requisitos exigidos. O podría,
simplemente, no existir, ser un fruto imaginario del lógico anhelo de felicidad
de los seres humanos.
Aun así, he dudado algo en
incluir este episodio por si alguien lo considerara atrevido o procaz. Pero el azar
—tantas veces el azar— ha hecho que lea, precisamente ahora, lo que escribe
Fernán Pérez de Guzmán, el autor de Generaciones
y semblanzas, de su tío, el canciller D. Pero López de Ayala, y tranquiliza
ver que uno no es el único: “Amó muchas mugeres, más que á tan sabio caballero
como á él le convenía”. Y qué sabía el sobrino de lo que convenía a su tío; eso
quien lo sabía era el tío, ¿no? Además, yo no he sido nunca un caballero sabio,
a mí no me afecta.
Sigo leyendo historias y resulta
que ahora es el propio canciller Ayala quien se mete en la vida privada del Rey
don Pedro (Pedro I el Cruel). Para
contar que fue “asaz grande é blanco é rubio, é ceceaba un poco en la fabla.
[...] Dormía poco, é amó muchas mugeres”. Claro que dormía poco, no se puede
estar en misa y repicando. También el historiador Sánchez Albornoz, en Jovellanos y la Historia, habla del
mausoleo, obra de Domenico Fancelli, del príncipe don Juan, único hijo varón de
los Reyes Católicos, en la iglesia de Santo Tomás, en Ávila, y dice que murió
prematuramente “por haber amado mucho y muy temprano” (sic). Esto sí que es
grave, ¿verdad? No cita don Claudio sus fuentes y está equivocado el
diagnóstico. Don Juan murió con diecinueve años, seis meses después de su boda
con Margarita de Austria, de tuberculosis. Su sepulcro fue profanado en la
Guerra de la Independencia y no se sabe en la actualidad dónde se encuentran
los restos del desgraciado príncipe.
Dios mío, cómo son estos nobles
y reyes y príncipes; todos con el mismo defecto. ¿Y los demás mortales? Pues,
quizá más o menos igual, si pudieran. La sabiduría popular proclama que hay
cosas que no tienen enmienda. Lector, un breve receso. A veces me gusta
puntualizar y te confesaré que en mis textos siempre van algunas facecias y así
hay que tomarlos. Porque también hay hombres de una sola mujer. Don Miguel de
Unamuno sentía una profunda repulsión por el donjuanismo y la lujuria. En
cambio, el muy ortodoxo don Marcelino, que se conservó soltero, parece que con
la pertinente frecuencia enseñaba Humanidades, privadamente, a algunas de las
busconas del barrio. Sabe Dios cuantas historias guardará el noble edificio de
la Real Academia de la Historia, en el que vivía don Marcelino, que fue
Director de la misma. Creo que fue Ortega el que cuenta la siguiente anécdota
suya: Una vez, en el teatro, el ilustre polígrafo vio en un palco a una antigua
novieta, con su marido y la prole, y parece que comentó con alguien: Dios mío,
de qué felicidad me he librado.
He contado casos en que
diferentes grupos humanos se comportan de manera parecida. Si me pusiera a
escribir sobre situaciones en las que se revelan características típicas y
diferenciales de los distintos pueblos del mundo, podría eternizarme y aburrir
a cualquiera. Porque es obvio que también muchas colectividades humanas ofrecen
rasgos de carácter distintivos y peculiares. En definitiva, que la gente
también es muy suya y muy variada, incluso dentro del mismo país, de la misma
ciudad, del mismo barrio, de la misma casa y de la misma familia.
Volviendo a Muñoz Molina, es
evidente que no hace falta ir a Memphis para encontrar esa gentileza que él
alaba, con justicia, en el texto mencionado. Leyendo algunos de los
innumerables comentarios que le hacen sus lectores, encontré uno que me hizo
gracia. Está escrito por un español de un pequeño pueblo levantino, Junquera
del Juquíllar, de formación sencilla, pero que expone bien sus ideas. Viene a
decirle que gestos como el que cuenta son absolutamente normales en su tierra y
le invita a que la visite un día para convencerle. Mostraré ese escrito, pero
será en mi próxima entrada, porque esta se ha hecho ya larga. Lo firma un tal
Pascasio, el de la Engracia.
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