He estado algún
tiempo fuera, en Bélgica y Holanda, huyendo de la barahúnda nacional. No lo hago
a menudo por este motivo, sólo cuando el nivel de irracionalidad de la tribu
supera cierto generoso dintel. No me gusta hacerlo, aunque también creo que uno
tiene derecho a un poco de paz. Lo grave es que no hay un sitio en donde
encontrarla. Lo único que uno puede hacer es aislarse en lo posible y esperar. Lo
aún más grave: está claro que no hay mucho bueno que esperar.
Siempre ha sido
así, lector amigo. Te contaré un secreto: Algunos escritores hebreos afirman que entre los cielos y la tierra
vive un gallo salvaje, que tiene uso de razón y puede hablar. Se ha encontrado
un pergamino antiguo, escrito con letra hebraica y lengua entre caldea,
targúmica, rabínica, cabalística y talmúdica, con el título Scir detarnegòl bara letzafra —la
traducción, por si alguien no lo entiende, Cántico
matutino del gallo silvestre—, que se ha logrado descifrar, con infinito
esfuerzo. De él son estas palabras que canta el gallo al amanecer y dirige al
Sol: ¿Viste tú alguna vez a uno solo entre los vivientes ser feliz? ¿Viste
nunca la felicidad dentro de los confines del mundo? ¿En qué campo mora, en qué
bosque, en qué montaña, en qué valle, en qué país habitado o desierto, en qué
planeta de los muchos que tus llamas iluminan y calientan? Y tú mismo, que
velozmente, día y noche, sin sueño ni reposo, corres el desmesurado camino que
te está prescrito: ¿eres feliz, o infeliz?
Lo de huir a otro país tiene la
ventaja de que, al conocerlo menos, uno puede en algún momento
arriesgarse a pensar que la vida en él es algo mejor, que algunas estupideces de
los humanos les han sido perdonadas, condonadas. Uno se inventa así más
fácilmente historias o vidas felices. Quizá yo me he inventado una en este
viaje. Estábamos mi esposa y yo en el hotel, cerca del lugar en que había
varios ordenadores para conectarse a Internet, cuando un señor mayor, pulcro, atildado,
con pinta de ser quizá miembro de alguna de esas academias ilustres que hay en
todas partes, se acercó y pidió ayuda para su mujer, que estaba luchando con
uno de los monstruos y a punto de ser vencida y humillada. La ayudamos en lo que se
pudo y luego charlamos un poco.
Lo poco que se
puede charlar con alguien que habla sólo holandés y un poco de alemán. El señor
resultó educado, algo dicharachero y gracioso. Y sincero y sencillo, esas divinas
cualidades que cuesta tanto trabajo adquirir. Se excusaba por haber pedido
ayuda. No sé nada de ordenadores; es mi mujer la que sabe un poquito. Yo me he
pasado toda la vida de un lado para otro con mi caballo y mi carro y no sé nada
de eso, nos contaba riendo. Y ya se me disparó a mí la imaginativa, como decían
los antiguos, y lo veía en aquella plácida, aunque vulnerable, tierra, haciendo
su trabajo diario, con uno de esos gigantescos caballos percherones que se ven
por allí, ganándose con alguna holgura la vida, para acabar, al llegar la
jubilación, bien vestido, con un aspecto envidiable y sin perder su simpleza de
campesino. Me lo imaginé ya así y así quedará en mi memoria. Y envidié ese país,
seguramente irreal, en el que un campesino al final de su vida puede parecer un
académico y no al revés, como puede suceder en otros sitios.
Como me
interesan sobre todo las personas, enseguida pensé que me gustaría contar esta
historia, antes que cualquier otra, cuando hablara de este viaje. Y eso es lo
que estoy haciendo y hasta quizá le ponga a esta entrada el título que pensé entonces:
El holandés y su carro. Aunque si él
pudiera leer esto, quizá me corregiría: Le aseguro que la vida no fue fácil para
mí. Por no hablar de la tragedia de 1953, aquellas inundaciones terribles que
dejaron casi dos mil muertos en mi país. Yo era entonces un niño y todavía
inquietan mis sueños. Pero la vida es eso, ¿qué podemos hacer?
Se pueden hacer
muchas cosas, contestaría yo. Esos problemas son solucionables con esfuerzo e
inteligencia. Como han hecho ustedes, los holandeses. Otro día contaré algo más
de todo esto.
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