19 de septiembre de 2014

Investigaciones sobre la memoria (relato) (fin)


Pronto, decía el profesor Bermejo, resumiendo ante los rebosantes auditorios sus últimos hallazgos, gracias a las evidencias que se están acumulando en estos años, dispondremos de medios que nos permitirán recordar más y recordar mejor.

¿Basta con la razón para explicar el mundo?, se preguntaba ante tales audiencias. Yo creo en la razón, se respondía; en su constancia, en la perdurabilidad de lo razonado. Si ha habido un don divino al hombre, ese es el juicio, la razón.       

Su amor por Kitza, aun teniendo ese carácter de absolutamente irrenunciable, también estaba dentro del reino de lo lógico, de lo coherente. Admiraba su inteligencia, su desprendimiento, su disposición permanente e ilimitada para la renuncia cuando era necesaria. También su gracia, su voz, su ternura. Cuando la amaba, un complicado mundo de certezas y seguridades se superponía y multiplicaba el placer de la posesión. Y a medida que los años fueron pasando, todo ese mundo, lejos de desaparecer, se fue agrandando, enriqueciendo, imperturbable, inmune al paso del tiempo y al desvío del olvido. Aunque en todo esto sí percibía el científico algo de irracional y desmesurado: la conciencia clara de no poder concebir la existencia sin ella. Presentía, más o menos nítidamente, que su vida entera sería irrealizable o insoportable sin ella.

Cuando, unos años después, ocurrió el terrible accidente de Kitza en su coche, recordaba perfectamente las palabras del médico que le atendió al llegar al hospital y la brutal noticia de su muerte. Y las horas siguientes de pesadilla, de dolor inasumible. Esas horas se multiplicaron ya constantemente en su memoria, en su vida.

Todo cambió desde entonces y únicamente le quedó su trabajo. En los tres años siguientes vivió sólo para sus investigaciones y sólo andaba los cortos recorridos desde su casa al hospital y viceversa. Dejó de asistir a cualquier tipo de reunión, incluidas las científicas, y renunció a publicar. Se aisló en una habitación de su laboratorio, a la que a nadie permitía entrar y cuya puerta cerraba todos los días cuidadosamente con llave al salir. Allí proseguía infatigablemente sus pesquisas científicas sobre la memoria, pero sin compartirlas ahora con ninguno de los colegas.

Por el número de horas empleadas y las progresivas necesidades de animales y material de experimentación, parecía claro que su actividad era frenética. Se podía adivinar que terminaba algunos experimentos y comenzaba otros sin cesar y lo que llamaba la atención era que no comunicaba los resultados a nadie

Liza, la camarera negra del comedor del hospital, que lo conocía desde que él llegó al país con la carrera recién terminada, y la única a la que hacía caso cuando le obligaba a comer alguna cosa, le decía, cuando él le confesaba esa incapacidad para olvidar: Quizá, profesor, no se trata de olvidar, sino de aceptar. Liza comprendía que tal vez para alguna gente esa posibilidad de aceptar no existía, mientras que para otras la sumisión y la docilidad eran la salvación. Y recordó a su George, su querido George, su llorado George, el mayor de sus hijos, muerto en un lejano país, en una guerra ajena, de una muerte que en justicia no le pertenecía ni debiera haberle estado destinada.

Nada cambió durante tres años. Hasta aquel día en que el profesor Bermejo apareció tranquilo, risueño y feliz a desayunar, tras toda la noche en su laboratorio. Habló bastante con Liza, que no se explicaba el cambio. Marchó luego a casa y dejó una extensa nota a sus colaboradores. Todo quedó claro. Se supo que el investigador había invertido el curso de sus investigaciones y se había centrado, sobre todo, en vez de en los mecanismos que nos hacen recordar, en los que nos hacen olvidar. Había trabajado como un loco; con ratas y otros animales, hurgando siempre en sus conductas y en sus cerebros. Les hacía aprender una tarea y luego ensayaba qué sustancias les hacían olvidar más rápidamente lo aprendido. Habían sido cientos, miles de experimentos, con esta única y obsesiva finalidad: conseguir un olvido selectivo y salvador.

 Esa última noche, después de tantos intentos, había decidido probar en sí mismo el nuevo fármaco experimental, que parecía ya realmente eficaz. Consiguió por fin el ansiado olvido y la paz. Sus colaboradores entendieron sin reservas su conducta y pensaron que el destino puede ser caprichoso y hacerte trabajar una buena parte de la vida en un sentido, para empujarte luego en la dirección contraria. Comprendieron también que, para los seres humanos, el olvido puede ser tan dulce y necesario como el recuerdo. FIN.

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