Pronto, decía el profesor
Bermejo, resumiendo ante los rebosantes auditorios sus últimos hallazgos,
gracias a las evidencias que se están acumulando en estos años, dispondremos de
medios que nos permitirán recordar más y recordar mejor.
¿Basta con la razón para
explicar el mundo?, se preguntaba ante tales audiencias. Yo creo en la razón,
se respondía; en su constancia, en la perdurabilidad de lo razonado. Si ha
habido un don divino al hombre, ese es el juicio, la razón.
Su amor por Kitza, aun teniendo
ese carácter de absolutamente irrenunciable, también estaba dentro del reino de
lo lógico, de lo coherente. Admiraba su inteligencia, su desprendimiento, su
disposición permanente e ilimitada para la renuncia cuando era necesaria. También
su gracia, su voz, su ternura. Cuando la amaba, un complicado mundo de certezas
y seguridades se superponía y multiplicaba el placer de la posesión. Y a medida
que los años fueron pasando, todo ese mundo, lejos de desaparecer, se fue
agrandando, enriqueciendo, imperturbable, inmune al paso del tiempo y al desvío
del olvido. Aunque en todo esto sí percibía el científico algo de irracional y
desmesurado: la conciencia clara de no poder concebir la existencia sin ella.
Presentía, más o menos nítidamente, que su vida entera sería irrealizable o
insoportable sin ella.
Cuando, unos años después,
ocurrió el terrible accidente de Kitza en su coche, recordaba perfectamente las
palabras del médico que le atendió al llegar al hospital y la brutal noticia de
su muerte. Y las horas siguientes de pesadilla, de dolor inasumible. Esas horas
se multiplicaron ya constantemente en su memoria, en su vida.
Todo cambió desde entonces y
únicamente le quedó su trabajo. En los tres años siguientes vivió sólo para sus
investigaciones y sólo andaba los cortos recorridos desde su casa al hospital y
viceversa. Dejó de asistir a cualquier tipo de reunión, incluidas las
científicas, y renunció a publicar. Se aisló en una habitación de su
laboratorio, a la que a nadie permitía entrar y cuya puerta cerraba todos los
días cuidadosamente con llave al salir. Allí proseguía infatigablemente sus
pesquisas científicas sobre la memoria, pero sin compartirlas ahora con ninguno
de los colegas.
Por el número de horas empleadas
y las progresivas necesidades de animales y material de experimentación,
parecía claro que su actividad era frenética. Se podía adivinar que terminaba
algunos experimentos y comenzaba otros sin cesar y lo que llamaba la atención
era que no comunicaba los resultados a nadie
Liza, la camarera negra del
comedor del hospital, que lo conocía desde que él llegó al país con la carrera
recién terminada, y la única a la que hacía caso cuando le obligaba a comer
alguna cosa, le decía, cuando él le confesaba esa incapacidad para olvidar:
Quizá, profesor, no se trata de olvidar, sino de aceptar. Liza comprendía que tal vez para alguna gente esa posibilidad de aceptar no existía, mientras que
para otras la sumisión y la docilidad eran la salvación. Y recordó a su George,
su querido George, su llorado George, el mayor de sus hijos, muerto en un
lejano país, en una guerra ajena, de una muerte que en justicia no le
pertenecía ni debiera haberle estado destinada.
Nada cambió durante tres años.
Hasta aquel día en que el profesor Bermejo apareció tranquilo, risueño y feliz
a desayunar, tras toda la noche en su laboratorio. Habló bastante con Liza, que
no se explicaba el cambio. Marchó luego a casa y dejó una extensa nota a sus
colaboradores. Todo quedó claro. Se supo que el investigador había invertido el
curso de sus investigaciones y se había centrado, sobre todo, en vez de en los
mecanismos que nos hacen recordar, en los que nos hacen olvidar. Había
trabajado como un loco; con ratas y otros animales, hurgando siempre en sus
conductas y en sus cerebros. Les hacía aprender una tarea y luego ensayaba qué
sustancias les hacían olvidar más rápidamente lo aprendido. Habían sido
cientos, miles de experimentos, con esta única y obsesiva finalidad: conseguir
un olvido selectivo y salvador.
Esa última noche, después de tantos intentos,
había decidido probar en sí mismo el nuevo fármaco experimental, que parecía ya realmente
eficaz. Consiguió por fin el ansiado olvido y la paz. Sus colaboradores
entendieron sin reservas su conducta y pensaron que el destino puede ser
caprichoso y hacerte trabajar una buena parte de la vida en un sentido, para empujarte
luego en la dirección contraria. Comprendieron también que, para los seres
humanos, el olvido puede ser tan dulce y necesario como el recuerdo. FIN.
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