Palabras
clave (key words): Asín y Palacios, letras árabes, deseos imposibles de viejos.
Lo de mis estudios de árabe parece increíble y tengo que
contarlo un poco mejor. No pude jamás asistir a las clases en la facultad,
porque trabajaba ya en mi hospital, y no sé cómo se desarrollaban. No sé si se
leía algo en árabe, si los alumnos se iniciaban en la conversación, etc. En el
examen, se trataba sólo de traducir uno de los textos que integran la última
parte del libro Crestomatía de árabe
literal, del insigne arabista Miguel Asín y Palacios. La obra consta
también de una primera parte de gramática y de un reducido diccionario en el
que figuran todas las palabras que aparecen en los textos finales, lo que
facilita la traducción de los mismos.
La dificultad de los exámenes era, pues, razonable. Y
luego estaba aquella joven, licenciada o doctora en árabe, cuyas clases
particulares me recomendaron los expertos, para aprobar la asignatura,
dedicándole uno o dos meses. No pertenecía al claustro, pero la conocían en
toda la facultad. No escribiría aquí su nombre y tampoco lo recuerdo. En clase,
por la tarde, en su casa, éramos unos seis o siete alumnos, todos con el mismo
propósito: pasar el examen de una lengua no fácil, de la que ignorábamos todo.
Al principio ni sabíamos los nombres de las letras. La
segunda letra del abecedario árabe, Ba ͗,
cuando va aislada o al final de palabra se escribe ﺐ y no era infrecuente referirse a ella como ‘la barquita
con el punto debajo’. Lector, para hacer este alarde de conocimientos he tenido
que valerme del libro de Asín, que conservo, porque todo esto lo tengo olvidado
con desmesura, como ya afirmé. Bueno, pues con algún empeño nuestro y la rara y
portentosa habilidad de aquella buena mujer, bastantes de los discípulos
congregados en sus clases lográbamos pasar el examen; hasta con nota. Refiero
estos detalles para hacer verosímil mi relato; espero haberlo conseguido.
Con esta base tan inestable no es de extrañar que haya
olvidado mi árabe. Aun así, me sorprende la magnitud del desastre, el derrumbe
tan total de aquel pobre armazón que pude construir en algún tiempo. En ninguna
otra área del conocimiento me ha sucedido algo parecido. De hecho, hasta existe
la vaga creencia popular de que ciertas cosas no se olvidan nunca, o se
conservan en buena parte, o son fáciles de recordar de nuevo. Quizá las hay,
como montar en bicicleta, patinar… No el árabe, no el mío.
Escribiendo esta entrada he querido revivir aquella
historia, aquel trozo de mi vida. Esto es algo que ocurre frecuentemente cuando
se tienen ya unos años: el deseo, a veces repentino e imperioso, de reconstruir
un determinado escenario del pasado. Daría cualquier cosa por saber el nombre
de la joven arabista, dotada por el buen Dios para hacer que sus alumnos
aprobaran árabe, quizá con la ayuda directa en el examen del mismo Dios que le
dio a ella el don. Y he querido saber de mi amigo, mi profesor de árabe, para
tratar quizá de verle y contarle que se equivocó conmigo cuando me aprobó, que
debiera haber previsto que cincuenta años más tarde yo no sabría una palabra de
árabe, que lo engañé sin querer —no, no, queriendo— y, en fin, para charlar un
rato.
He mirado, claro,
en Internet. Y como ya me ha ocurrido algunas veces en trances parecidos, me
aguardaba el desastre, la noticia pésima, la tristeza. Joaquín Vallvé Bermejo,
de quien no sabía nada desde los tiempos del Colegio Mayor, no podrá ya nunca
reunirse conmigo. No es la primera vez, ya digo, y siempre me deja el mismo
amargor. Porque veo que me descuidé mucho, que debería haber gestionado antes
el reencuentro. Que la vida había pasado ya y demasiadas cosas no tenían
remedio. Me gustaría decir algo de él póstumamente y lo haré en otra entrada,
si no os parece mal.
(continuará)
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