Palabras clave (key words): Unamuno, García
Lorca, idioma árabe, Joaquín Vallvé.
He escrito cuatro entradas sobre dos cocineros de los
siglos XIV-XV. Y todo, en el fondo, porque quise saber si Jean de Belleville,
uno de ellos, ‘ofició como cocinero’ —la reverente expresión no me parece
desajustada, hoy día— en un banquete que se celebró el 14 de febrero de 1416,
en Chambéry, de Francia. Alguien podría pensar, y yo mismo, que estoy perdiendo
el oremus, que se me fue la cabeza.
Por si acaso, cambiaré de rumbo y contaré ahora algo de mi vida. Lo hago con
reluctancia, pero el asunto me parece medio divertido y me permitirá alguna
elucubración.
Me resisto a hablar directamente de mí. Otra cosa es lo
que se trasluzca en mis escritos, que eso resulta inevitable. Me ha llevado a
vencer esta discreción mía, el haber encontrado coincidencias entre mi caso y
lo ocurrido con Don Miguel de Unamuno y García Lorca. Que parentescos me busco,
¿verdad? Bueno, me explico enseguida.
Don Miguel, en el prólogo a la tercera edición de su
interesante, e insistente, Vida de Don
Quijote y Sancho —todo lo que roza al Quijote está mágicamente destinado a
encandilar y pervivir—, escribió: “He
olvidado todo el poquísimo árabe que me enseñó el señor Codera en la
Universidad de Madrid, ¡y me dio el premio en la asignatura!”. Francisco Codera Zaidín fue un filólogo, arabista y
erudito español, que desempeñó la cátedra de griego en Granada, hebreo en
Zaragoza y árabe en Madrid. Fue sobre todo arabista y entendidísimo en
arqueología numismática.
Pero, querido Don Miguel, ¿cómo pudo usted olvidar todo
el árabe que aprendió? Es que hay cosas que no se entienden. Federico García
Lorca no tuvo quizá ni ocasión de olvidar, porque seguramente aprendió mucho
menos que Don Miguel. Mi deducción se basa en que ni siquiera se presentó a
examen, aunque se había matriculado, según leo en la excelente y minuciosa
biografía de Ian Gibson.
¿Y qué me pasó a mí? Pues que, por haber hecho el
bachillerato de Ciencias, no estudié griego y por ello, al llegar a la facultad
de Filosofía, me decidí por el árabe. Simultaneé los estudios con los de
medicina, pero el árabe no pude y lo fui dejando. Me examiné en junio del 63, ya con mi carrera
de médico terminada y con deberes profesionales. Y, lo que son los milagros,
fui capaz de traducir los textos que nos dieron y obtuve Sobresaliente en el
primer curso y Notable en el segundo, que los hice a la vez. ¿Y por qué cuento
esto? Para presumir, ¿no? ¿Y que tiene esto de medio divertido?
Un momento, lector, dame un respiro. Lo que quiero hacer
constar es que, como Don Miguel, he olvidado todo, absolutamente todo, mi árabe
y sé muy bien que eso ya no podré enmendarlo. Lo que me lleva a hacer algunas
consideraciones, sobre los idiomas y el saber en general, que dejaré para otra
entrada. Lo de medio divertido viene de que, en los meses anteriores al examen,
comía casi todos los días con el profesor de la Complutense que me tenía que
examinar, Joaquín Vallvé Bermejo, en el Colegio Mayor Menéndez Pelayo, en el
que estábamos ambos. Al aproximarse la fecha fatídica, las bromas y la rechifla
de los colegiales —unos cuarenta— eran continuas, rogando todos al profesor
Vallvé que se apiadara de mí y sacándome los colores continuamente. Luego,
cuando aprobé con buenas notas, Joaquín defendió siempre que había sido justo
al calificarme. Y yo creo, sinceramente, que lo fue y perdón por la inmodestia.
¿Pero cómo se puede olvidar tan completa e
irremediablemente lo que se aprende? No recuerdo ni siquiera el vocabulario,
sólo las tres primeras letras, y no identifico las figuras de las mismas. ¡Qué
desengaño, qué inmensa tristeza! Es la ignorancia la que no ocupa lugar; el
saber sí. Y además exige trabajar sobre él para no agostarse y acabar en la nada.
(continuará)
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