Palabras clave (key words): periodismo, Jacinto
Miquelarena, Eduardo Haro Tecglen.
En mi entrada anterior prometía decir algo sobre la labor
profesional de algunos periodistas, sobre ese equilibrio que han de lograr
entre su vocación literaria y su misión informativa. Esto importa sobre todo en
corresponsales en el extranjero, puesto para el que se escoge a veces a
escritores de buena pluma como el citado Miquelarena, Julio Camba, Eugenio
Montes, César González Ruano, Rubén Darío y otros.
Eduardo Haro
Tecglen escribió en el 2001 un artículo, El
extranjero en su patria, en el que expone los dos modelos que se propugnan
para estos corresponsales. Para unos, conviene que permanezcan afincados
algunos años en los países de destino, para conocer así su idioma, sus
costumbres, su cultura, etc. Por el contrario, otros opinan que esto les priva
de esa sensación inicial de novedad, de asombro, que debe informar sus crónicas
desde un país diferente y extraño.
También discute Haro en este artículo sobre el estilo
literario y el contenido informativo de sus crónicas. En él hay uno de esos
párrafos espléndidos que se espigan a veces en la literatura periodística.
Critica con humor el excesivo primor literario en ciertos casos: “Se podía
llegar a extremos como el de que un corresponsal de ABC en Berlín, no sé si Ruano o Montes, publicara una bella crónica
sobre el canto de los pájaros al atardecer en la Unter-den-Linden, el famoso bulevar berlinés, el mismo día en que
se incendiaba el Reichstag”. Es una
exageración, pero está llena de gracia, de intención. Al morir Miquelarena, se le
encontró en el bolsillo una carta de su periódico en la que lo criticaban por
“dedicarse más a lo literario que a la información”.
En mi entrada anterior hablé de Miquelarena y Pedro
Mourlane, dos periodistas de la corte literaria falangista. En esta hablo de
Eduardo Haro Tecglen, inclinado hacia la izquierda gran parte de su vida. Al
terminar la guerra civil, su padre fue condenado a muerte y fue él, su hijo,
quien solicitó el indulto, siéndole conmutada la pena por treinta años de
cárcel. Haro en sus primeros trabajos escribió a favor del régimen franquista.
En un artículo de Informaciones, del veinte de noviembre de 1944, Dies irae, escribió: “Se nos murió un
Capitán, pero el Dios Misericordioso nos dejó otro. Y hoy, ante la tumba de
José Antonio, hemos visto la figura egregia del Caudillo Franco”. Lo justificó
después por la necesidad de salvar a su padre. Luego se consideró un exiliado
interior, explicó que su vida le había sido robada con la caída de la República
y militó activamente en una izquierda bastante radical. En otro artículo sobre las brigadas internacionales en nuestra guerra, del
dos de enero de 1999 en El País, las
palabras finales son: “Gracias por todo, Stalin”.
Suelo olvidarme de las filiaciones políticas, a veces cambiantes, de las
personas que evoco en estas entradas. Veo sólo seres que ya han desaparecido;
los percibo a través de la confusa niebla de la muerte, varados, silenciosos y
expectantes en una orilla lejana, víctimas de una ausencia desproporcionada y
excesiva. Alguna vez fueron imponentes, pero ahora aparecen tenuemente
iluminados en una noche eterna, inmutable, sin aurora posible. Los veo sencillos,
pacíficos, sin lamentarse por la interrupción de su descanso, agradecidos y amables. Los
evoco y acuden, despojados de cualquier vestigio de sus muertes diversas.
Me quedo con la graciosa y feliz ocurrencia de Eduardo Haro. Y echo de
menos que, en estos días de terribles atentados en tantas partes del mundo, no
haya ningún periodista que escriba sobre el canto de los pájaros en el atardecer, desde
algún lugar tranquilo, y nos aleje un poco de esta oleada de furor y fuego, que
arrasa a la comunidad de los hombres.
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