Palabras clave (key words): sabiduría y
edad, Sinesio de Rodas, Basílides, Palas Atenea.
Los años traen la sabiduría, eso no lo discute nadie.
Tampoco lo afirma nadie muy tajante y probadamente, esa es la verdad. O sea
que, como tantas veces, hay opiniones divididas al respecto. Algunos arguyen
que los años podrían traer menos sapiencia y afectar menos a la próstata, por
ejemplo; muchos hombres aceptarían esta componenda. Es que vivimos en un mundo
imperfecto, diseñado quizá con prisas. Eso lo he pensado siempre, pero lo sé
muy bien ahora, desde anteayer. Lo que me sucedió ese día me obliga a
intervenir en este debate, porque dispongo de tiempo, como casi siempre en mi
vida, y porque ahora puedo aportar pruebas incontrovertibles.
Estaba yo comiendo un bocadillo de panceta —siendo un
decidido admirador de todos los productos del cerdo— y en pleno deleite
prandial me vino a la memoria Sinesio de Rodas, filósofo y obispo de fines del
siglo IV y principios del V, al que conozco vagamente a través del escritor
mejicano Juan José Arreola, que lo encontró casi perdido en las páginas de la Patrología graeca, de Jacques Paul
Migne. Sinesio aceptaba el Paraíso tal como lo habían concebido los Padres de
la Iglesia, pero despoblado de ángeles, ya que sostenía que estos residen en la
Tierra, junto a nosotros, y son los encargados de recibir nuestras plegarias y
administrar las contingencias humanas. Admitía también la presencia de demonios,
que tratan de sabotear las acciones de los ángeles. También recordé a
Basílides, un gnóstico más conocido, que vivió en la Alejandría del siglo II y
sostenía que el Dios Supremo creó 365 cielos y los ángeles del más bajo fueron
los que hicieron la Tierra, gobernados por un Demiurgo subalterno. Esto
explicaría muchas de las fallas de nuestro mundo.
Estaba yo reinando sobre estos temas —lector, mira el
DRAE, segunda acepción de reinar—, cuando se me presentó de improviso la
mismísima Palas Atenea, que surgió, como se sabe, armada y pertrechada de la
frente de Zeus. Medía más de dos metros y apareció con casco, égida, escudo
argólico y lanza, y afirmo que, al pronto, acongoja lo suyo. Yo, por ser algo
pequeño, gusto de las mujeres grandes — y de las pequeñas también, y me
enorgullezco de ello, que no van a ser sólo los gays los que anden por ahí presumiendo—, pero sé que esta bella
diosa tiene a gala su virginidad y, aunque se la adivinaba tentadora a través
del peplo, ni se me ocurrió buscarle la entrepierna.
Palas me miró sonriente y me dijo: “Desde hoy eres sabio”.
Lo hacía todo con gran fruición y se veía que experimentaba gran placer en el
cumplimiento de su misión. Por eso permanece virgen y no necesita más emociones.
Como en éxtasis amoroso, me otorgó el preciado don del conocimiento y me apoyó
la lanza sobre el hombro izquierdo. Y, como pasa con las mujeres corrientes,
que pueden ser algo agresivas en la sacudida erótica, según atestiguan los
entendidos, me pegó un golpe más fuerte de lo necesario y todavía me duele. A
cambio, ya soy sabio. Supongo que a otros viejos les habrá pasado lo mismo. Y
si no, les pasará, porque es una ceremonia indispensable; nadie es sabio sin
ella y siempre es la diosa Palas la encargada del trámite.
Desde que adquirí esta nueva acuidad mental, desde
anteayer, sé por qué he tenido siempre tiempo en mi vida: porque no he sido
ambicioso, no he sido demasiado sensible a las vanidades. Al final de mi
novela, Las increíbles vidas de Roberto
Milfuegos, un personaje piensa: “Le resultaba imposible luchar contra esa inclinación, que
le había acompañado inalterable desde que podía recordar, desde que tuvo uso de
razón: despedirse secreta, velada y solitariamente del mundo. De un mundo que
nunca llegó a interesarle, a ofuscarle, a engañarle del todo”. Podría ser yo.
Desde este estado nuevo, desde esta sabiduría recién
estrenada, certifico que los años traen la sabiduría, pero siempre a través del rito
apropiado y no a todos. A mí me llegó, ya digo, anteayer.
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