Palabras clave (key words):Artemisa de Rembrandt, sexo en
Nueva York.
El padre del protagonista, de apellido Ranz —si recuerdo
bien, no se menciona su nombre de pila en toda la obra—, es experto en arte y
perteneció muchos años a la plantilla del Museo del Prado. Por sus peritaciones
de obras artísticas y algunas buenas ocasiones que le brindó su dedicación
profesional, hizo una apreciable fortuna y tenía una excelente colección de
pinturas, dibujos y esculturas. Cuenta el narrador cómo salvó de una catástrofe
a una de las obras más importantes del museo. Tras explicar que el andar
confinado eternamente en un mismo ambiente puede volver loco a cualquiera,
relata el caso de un vigilante del Prado, llamado Mateu, que llevaba en el
puesto unos veinticinco años. Una noche, cuando ya habían salido los
visitantes, andaba jugando con un mechero junto a un Rembrandt, el titulado Artemisa,
que es el único de atribución segura a ese pintor en la colección del museo,
según el narrador.
En esa época, sigue contando el protagonista, no había
alarmas de incendio automáticas en el Prado, pero sí extintores. El tal Mateu
ya había achicharrado una esquina del marco del Rembrandt y seguía jugando con
el mechero con no muy buenas intenciones. Hasta que el padre de Juan, el
experto, que se había quedado hasta tarde ese día, se dio cuenta de lo que
ocurría, desenganchó un extintor “y aunque no sabía usarlo, con él malamente
oculto a la espalda (tremendo peso de color conspicuo) se aproximó lentamente a
Mateu” (sic). Entonces, en vez de pegarle un golpe a Mateu directamente con el
extintor, o bien decirle que eso no se hace, le dijo con calma: “¿Qué hay,
Mateu?, ¿viendo mejor el cuadro? A lo que este respondió, dócil: “No, estoy
pensando en quemarlo”. Y explica: “Estoy harto de esa gorda” (por Artemisa, la
del cuadro).
“El extintor sujetado a pulso le estaba destrozando a
Ranz las muñecas, así que renunció a ocultarlo y pasó a sostenerlo entre sus
brazos como a un bebé”, lo que hizo que Mateu le reconviniera: ¿No sabe que
está prohibido desmontarlos? El experto podía haber replicado que también
estaba prohibido quemar los cuadros, a ver si Mateu captaba la indirecta. Pero
no lo hizo, escogió otra estrategia. Fingió que él mismo quería destrozar,
machacar, el Rembrandt con el extintor, lo que provocó la reacción esperable en
Mateu, y en cualquier funcionario honesto de nuestro país: “Quieto ahí, quieto,
¿eh? No me obligue”. Y así terminó felizmente la historia, muy extractada y de
humor cuestionable, aunque quizá el menos cuestionable de toda la obra.
El episodio más surrealista, por calificarlo de algún
modo, de todos, es el que ocurre en Nueva York, con el narrador ya casado, solo,
porque su mujer ha quedado en Madrid, y trabajando de intérprete durante el
período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas. Comparte el
apartamento con una amiga española de la primera juventud, Berta, con la que se
había acostado alguna vez en Madrid, siendo estudiantes, y que es intérprete
fija en dicha Organización. Son ahora amigos y parece que no quieren reemprender
la historia, pensando quizá aquello de que nunca segundas partes fueron buenas.
Él está quizá afectado también por esa fidelidad furiosa e indiscriminada que
puede darse —sólo que puede darse— en los primeros años de casado. Ella está
libre y busca hombres con alguna, con bastante, insistencia, utilizando los
anuncios personales de los periódicos y otros medios de comunicación. No eran
todavía los tiempos de Internet. Y son muy buenos amigos, ya digo; ya se ve en
la novela, quiero decir.
En una de esas búsquedas, algo compulsivas y criticables
por cualquier párroco de cualquier país, la compañera de piso encuentra un
señor que le escribe en inglés, aunque por el estilo y construcción de las
frases, les parece ciertamente español. Digo les parece, en plural, porque leen
los mensajes juntos y lo comentan todo los dos; es que son muy amigos, lo
repito. El señor, que firma como Nick o Jack o Bill o Arena Visible (este
nombre parece de aquellos nombres indios en las películas del Oeste), según le
peta, antes de encontrarse con Berta quiere ver cómo es y le pide que le mande
un video en el que aparezca desnuda y se le vea con claridad el, perdón, coño.
Ya también le había avisado, con un “Quiero follarte”, de que no iban a hablar,
cuando se vieran, de la teoría general de la relatividad. Las cosas claras
desde el principio.
A pesar de los diversos nombres, Berta está convencida de
que se trata de un solo hombre, aunque quizá, secretamente (para la propia
ella, que diría AA), no le importaría que fuera alguno más. El caso es que,
después de los lógicos, muy tibios en este caso, titubeos, decide mandarle el
requerido video y le pide a Juan que lo grabe él, diciéndole que no tiene a
nadie que lo pueda hacer y que se encuentra como muy desvalida para estas
cosas. Finalmente, Juan asume esa función de mamporrero gráfico y graba el
video. Ya había terminado cuando de repente se da cuenta de que se les olvida
algo y grita despavorido: “Nos falta el coño”. Se repara el error, que no era
un descuido trivial por el cariz de lo que se va intuyendo, y se envía el video
completo al señor, que había exigido la previa ostentación de los genitales de
la corresponsal y parece que era de los que no les gusta andar por terrenos
desconocidos o no bien cartografiados.
La historia es más larga, pero tengo que resumirla. El
señor se hospeda en el Plaza Hotel y por fin un día Berta, después de haber
enviado el descriptivo video, se cita con él allí. Ella debe de barruntar lo
que podía pasarle, porque le pide a su amigo algunos preservativos, ya que se
ha quedado sin ninguno y siempre le gusta ir prevenida, por si el caballero es
de los despistados: “¿Tienes preservativos que puedas dejarme?”, le preguntó.
Esto sí me emocionó, lo reconozco. Esa amistad tan granada, esa confianza tan sin
límites para pedirse prestadas las cosas que de verdad importan en la vida.
Pero resulta que el señor es caprichoso y no quiere
hacerlo con Berta en el hotel. Manías oscuras del sexo. Le propone ir al
apartamento de ella y Berta, que ya estaba dispuesta a lo que estaba dispuesta,
ahora está dispuesta a lo que sea —el furor uterino no perdona— y acepta. Y
allá se van; él espera abajo en la esquina y la ansiosa sube rauda para pedirle
a Juan que despeje el campo por un tiempo prudencial. Acuerdan tres horas
(razonable, me parece bien). Le recomienda un sitio de comida rápida abierto
las veinticuatro horas para tomar algo y que se pasee un poco mientras dure la
función. Ella dejará encendida la luz de la sala de estar, visible desde la
calle, y le dice que la apagará cuando todo haya terminado; entonces ya podrá
subir.
El partido se prolongó más de cuatro horas, hubo
prórroga, y el pobre Juan estuvo al final allí en la esquina, pasada la
medianoche, esperando que se apagara la dichosa luz. Hasta que un taxi vino, paró
enfrente de la casa y se llevó al equipo visitante. Se apagó entonces la luz de
la sala de estar y Juan supo que Berta estaba viva. Es que en algún momento
hasta llegó a temer que le hubiera podido pasar algo, por el exceso de la
espera, más de lo convenido. Pesimista, negativo, el hombre, sin pensar que
estos retrasos ocurren y son buena señal. El narrador no cuenta que se dijeran
nada al verse. Seguramente, estaban los dos cansados. Él, de esperar.
Y me pregunto yo, ingenuamente, ¿no se podrían haber
arreglado las cosas de otro modo? Uno comprende que la novedad es la novedad,
pero los dos amigos se habían acostado juntos hacía ya quince años y en Europa.
En ese largo tiempo todo cambia y se les podría considerar casi como dos seres
distintos. Si Berta era de las que hacen muescas en la cama con cada nueva
conquista, hasta podría hacerla con justicia en este caso particular. Y dejarse
de complicaciones, estando allí los dos solos, ya en el piso, jóvenes todavía,
en Nueva York, sin tener que salir ni arriesgarse, sin videos, sin esperas, sin
señales cómplices. Hay cosas que se entienden mal… salvo en la ficción, en la
que se supone que ha de ocurrir lo excepcional, lo raro, lo incomprensible. Por
eso se escriben las cosas que se escriben, purísimas sinrazones.
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