Palabras clave (key words): Cita de Macbeth, II, ii,
Nicolás Flamel, Aesch Mezareph.
Hay cosas que están mejor en el libro, no demasiadas, y
también las tengo marcadas, pero no puedo alargarme más. Quise antes distinguir
entre la arquitectura de los episodios que cabe individualizar en la novela y
el armazón total, el de la obra en conjunto. Por la única razón de que esto último
está, en mi entender, más conseguido y lo querría resaltar debidamente. La
novela está bien cerrada, bien terminada. Es, para utilizar una imagen tal vez
apropiada, como un collar bien acabado, con su broche, pero hecho con perlas de
mediana o dudosa calidad.
Lo que quiero decir es que la novela finaliza bien
anudada y no quedan cabos sueltos, retazos de trama inexplicados o pasajes
oscuros. Tampoco es demasiado pedir, pienso yo. En el primer capítulo, cuando
se cuenta el suicidio de una recién casada, Teresa, se dice de su marido (Ranz,
el padre del narrador) que “había tenido muy mala suerte, ya que enviudaba por
segunda vez”. No se da más explicación hasta bien avanzada la novela y el
lector queda intrigado durante bastante tiempo, al saber que se trata de una
segunda viudedad y mencionarse sólo una muerte. Naturalmente, es que se había
casado antes y su primera esposa había muerto también, sin que se den más
detalles de momento. El asunto se aclara al final y todo encaja perfectamente.
Incluso párrafos enteros del principio de la novela se
repiten literalmente al final, lo que crea una ambiente de retorno al origen y
dota a la obra de una como esfericidad bastante regular, en la que no quedan
relieves o huecos. Como si se tratara de un mecano en el que todas las piezas
ajustan exactamente y completan una figura ideal. En ese sentido, la obra está
bien atada y todo queda explicado. Se aclara, hasta cierto punto, el suicidio
de la segunda esposa, incomprensible hasta que llega una oportuna revelación:
en la aún incontaminada felicidad de la luna de miel, cuando uno piensa que ya
se lo puede permitir todo, cuando se estima que ya no debe haber secretos entre
los cónyuges, Ranz confiesa a Teresa que fue él quien mató a su primera esposa,
para poder casarse con ella. Sólo por eso, porque ya no podía vivir sin ella.
Este descubrimiento es el que lleva al suicidio a Teresa,
que se había entregado a Ranz en Cuba, en donde este vivía entonces, aun
sabiendo que estaba casado y conociendo a su mujer. El saberse más tarde, tras
la confesión del marido, causa remota de un asesinato, aunque no tomara parte
activa en el mismo, aunque tuviera sólo una dudosa culpa, le hizo cometer el
terrible acto de su propia muerte, avergonzada de llevar un ‘corazón tan blanco’.
Así se enlaza la trama con la cita del acto II, escena ii, de Macbeth —My hands
are of your colour, but I shame to wear a heart so white— que da origen al título de la novela y lo explica.
Todo adquiere una última grandeza, de tragedia clásica, todo se reviste de una cierta coherencia. Si la novela fuera sólo ese
planteamiento, si no incluyera tanta historia insulsa, si el estilo fuera menos
amanerado, más corriente, podría ser una novela aceptable. Pero tal como está,
tal como es, tiene, a mi juicio, importantes defectos. En cualquier caso, lo
que está claro para mí, es que no se justifica en modo alguno la apreciación de
Reich-Ranicki cuando confesó, apasionado, que se había enamorado de esa novela.
Leo, en la contraportada del libro, que en la tertulia de la ZDF el crítico
dijo nada menos que: “Es una novela tan brillante que no hay ninguna en la
actualidad que pueda comparársele”. No, esa opinión me parece excesivamente
amable e injusta, si puede haber injusticia en el entusiasmo, en la exageración
de la alabanza. Aunque fuera la de un Papa literario. Los Papas pueden equivocarse,
excepto cuando hablan ex cathedra.
Incluso entonces, piensan hoy muchos.
Al escribir todo esto, siempre ha planeado sobre mí una
posible objeción, la de que muchos pasajes de la obra demandaran ser entendidos
en clave de humor; que la novela pudiera ser una sutil novela de humor, o con
el humor inteligentemente entreverado. Si nuestro AA ha buscado eso, alguien
debería aconsejarle sobre ese humor. Casi nunca es gracioso, sólo en raras
ocasiones lo es y de grano no muy fino. Se podrían contar con los dígitos
decenarios de las sendas manos. O con los dígitos quinarios de una solitaria
mano (ora la izquierda, ora la derecha). Y termino ya, porque uno corre riesgo
serio de contagio con el estilo de este premiadísimo autor. El aburrido,
pedante, incomprensible estilo es, con mucho, lo más censurable.
Otra duda, metódica: quizá en la traducción al alemán
algunas de estas críticas al estilo podrían desvanecerse y no ser percibidas. Lo
que chirría, lo que suena mal en castellano, podría sonar no tan mal al ser
traducido al alemán. Sobre todo, si la traducción no es demasiado literal. Pero
he hojeado unas pocas páginas iniciales de la traducción alemana y compruebo
que las insulseces del texto perviven traducidas al nuevo idioma, son
indestructibles.
Daré sólo dos ejemplos, para no extenderme en exceso. En
castellano AA escribía: con el paño que tenía a mano o tenía en la mano. En
alemán es lo mismo: mit dem Tuch, das er
zur Hand hatte oder in der Hand hatte. O también: Su propia toalla azul
pálido, que era la que tenía tendencia a coger (se trata de un paréntesis). En
alemán: ihrem eigenen blassblauen
Handtuch, nach dem sie immer als Erstes zu greifen pflegte. No puedo opinar
más sobre la calidad de la traducción, pero estoy seguro de que es buena. Lo
que ocurre es que, como dije, las banalidades del estilo persisten y
seguramente ocurrirá lo mismo en
cualquier otro idioma.
Estoy terminando y quiero hacer alguna precisión más, que
ya insinué al principio de estas entradas. Habiéndome yo descarriado al final
en el mundo de la literatura y publicado algo, alguien podría pensar que en mis
consideraciones sobre AA juega algún papel, hasta no despreciable, la envidia,
la puñetera envidia. Pues no, lector. Uno ha hecho algunas otras cosas y está
medio contento con eso. Seguramente, incluso más allá de lo justificable o
razonable, como pasa a tantos; los seres humanos somos así, no demasiado
estrictos con nosotros mismos. Lo cierto es que pocas veces soy víctima de ese pecado
tormentador, de la agrura del envidioso. Y, desde luego, no en la ocasión.
Entonces, ¿por qué me he tomado tanto tiempo en criticar
esta obra? Primeramente, porque el mundo está de lleno de literaturas
apasionantes y divertidas, de prosas bellísimas y relatos curiosos. Como uno
tiene el tiempo tasado para leer esa inmensidad, hay que saber desprenderse de
tanta obra prescindible, la alabe y glorifique quien sea. Aunque sea un Papa de
la literatura. Sobre todo, si es un Papa de lo que sea.
Segundamente, porque ya dije que amo la racionalidad y
sufro la necesidad y urgencia de explicarme el mundo. La valoración de esta
obra es tan desproporcionada que no la puedo entender, incluso pensando en
todas las fuentes posibles de parcialidad. ¿Podría yo estar radicalmente
equivocado? En ese caso, no sería un engaño accesorio o menor, sino un error nuclear,
total. Y hay algo que me impulsa a resolver este enigma. Escribo, pues, con la
intención de que alguien pueda ayudarme, corregirme. Estoy dispuesto a
compensar su esfuerzo con largura, de verdad.
Al famoso alquimista de París Nicolás Flamel, se le apareció
en sueños un ángel y le dijo, mientras le mostraba el grimorio Aesch Mezareph, del Rabí Abraham, lleno
de dibujos mágicos y símbolos: Mira este libro del cual nada comprendes; para muchos
otros será ininteligible, pero un día tú verás en él lo que nadie verá. A Flamel le llevó veintiún años descifrar el libro y no
tengo tanto tiempo. Yo sólo quiero comprender cómo esta novela de AA suscitó
tanto entusiasmo en un crítico alemán. Ya sé que hay más ‘milagros’ en el mundo
editorial, pero ninguno tan abracadabrante como este.
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