Palabras
clave (key words): Pergaud, Deubel, poetas suicidas, cazador salvaje, Conde
Arnau.
Louis Pergaud
nació en 1882, en la localidad francesa de Belmont, en el Franco-Condado y
murió en Marcheville en 1915, con treinta y tres años. Lector, cuando
encuentres un autor que muere tan joven, la causa bien puede ser esa locura que
es la guerra. Como en este caso, porque Pergaud fue muerto en la primera Guerra
Mundial, al atacar su regimiento las líneas alemanas, el siete de abril. Lo
hirió una bala y cayó en las alambradas, de donde fue recogido por los soldados
alemanes y llevado a un hospital de campaña. Al día siguiente murió allí, como
resultado del bombardeo de las propias tropas, las francesas. La Muerte es a
veces caprichosa e insistente.
No fue uno de esos
triunfadores absolutos. Se hizo maestro, como su padre, se casó a los veintiún
años y la felicidad, si llegó a mostrarse, lo acompañó poco más de tres años.
Se separó entonces de su mujer y marchó a París, a la casa de otro escritor
amigo, Léon Deubel, quizá el último de los poetas malditos. Este vivió treinta
y cuatro años y se suicidó arrojándose al río Marne, en 1913, después de haber
quemado muchos de sus escritos. Tiene una obra extensa para su corta vida y
vivió y murió pobre. Pergaud escribió una muy bella introducción a su libro Régner. También fue uno de los que le
identificaron en la morgue, después del suicidio. Eran poetas amigos a los que
unió el destino, el infortunio, la inadaptabilidad y la desesperanza.
Deubel recibió en
cierto momento una herencia de doce mil francos, una suma de cierta importancia
en la época, pero se la gastó en poco tiempo. Parte en Italia, cuya luz lo
embriagó y en donde quizá gozó esa pequeña parte de felicidad a la que se tiene
siempre derecho. Lo sacaron del río a los seis días de su muerte y en sus
bolsillos había seis francos. Cuando descolgaron el cadáver del poeta Gérard de
Nerval, que se ahorcó en una farola de París una mañana del invierno de 1855,
en su pantalón había dos francos, cantidad más o menos equivalente,
considerando la depreciación de la moneda, según comentó Jean Mistler,
Secretario perpetuo de la Academia Francesa.
Muestro también
una emotiva declaración de otro poeta francés, Léon Bocquet, en la que menciona
a Deubel y Pergaud, muertos ya ambos: Te
nombro, Léon Deubel, como otras veces. Te llamo al país de las sombras en donde
se te ha unido Pergaud. ¿Me oyes, reconoces mi voz? Escucha y sé feliz. Hay
jóvenes […] que te prometen que mañana tus versos florecerán en los labios de
mujeres hermosas.
¡Cuántos poetas
tristes! ¡Cuántos escritores acabaron voluntariamente sus vidas! He citado a Nerval;
hizo una traducción del Fausto, que
entusiasmó a Goethe, que llegó a decir que la prefería al original alemán. O José
Asunción Silva, el poeta colombiano que a los treinta años hizo que un médico, amigo
de la infancia, le dibujara una cruz en el lugar exacto del corazón y se disparó un tiro al día
siguiente. Su último cheque fue a un florista, para que enviaran un ramo de
flores a su hermana menor. O Ángel Ganivet, que saltó al río Dvina desde el vapor
que cada día lo llevaba al trabajo. Lo recogieron los viajeros y hubo de saltar
una segunda vez, para pasar por fin a la otra orilla tenebrosa de la existencia, con
treinta y dos años. O Vladimir Maiakovski, o Cesare Pavese, o Paul Celan, que
se arrojó a otro río, al Sena, desde el puente Mirabeau, en 1970.
Quería haber dicho
algo del libro de Pergaud, poco conocido —es infinitamente más popular su La guerra de los botones, de 1912,
llevada al cine—. Y sobre la leyenda del cazador maldito, el mito europeo y
universal del Wild Huntsman, seducido
por el demonio, que cabalga en la noche y puede aparecerse a los mortales. En
España, en la mitología catalana, el conde Arnau es condenado a montar
eternamente durante la noche en un caballo negro que echa fuego por la boca y
los ojos…
Quizá en alguna
otra entrada...
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