En Otoño ya
empiezan las filosofías, mala cosa. Cuando se es feliz, la vida —la naturaleza,
la esencia de la vida— no preocupa gran cosa: se vive, simplemente. En el
primer poema de este apartado, ya se ponen límites al amor, ya se habla de
cosas imposibles. Durante una buena parte de la vida, lo imposible, en un cierto
sentido, no existe. Un buen día se instala tal noción entre nosotros y ya no
puede ser desterrada. Amamos lo imposible. / Buscamos más allá / de lo que ven
los ojos / la última verdad / y nunca la encontramos, / se evade una vez más. Y un poco más tarde, aparece la odiosa, la obscena
palabra: Envejecer
es irse despidiendo / de todos y de todo. Envejecer es irse / poco a poco. La vejez puede
ser otras cosas —puede ser la ocasión para vivir vidas que no fueron posibles
antes—, pero repito lo que ya dije al principio: la poesía no demanda, ni
tolera, ser analizada. La poesía es la gran sugeridora de temas, la ganzúa, la
falsa llave, que es capaz de abrir puertas muy diversas, esa es su virtud.
En Invierno, se
concretan los malos augurios avanzados en otros momentos; llega el final, el que
se presume y anticipa desde el mismo principio. El poeta confiesa: No estaba
preparado / para el final. Nunca lo estamos. /Llegó por la mañana. […] Vino la
enfermera… / Se pararon dos ciervos / en el jardín. / Cuando nos lo dijeron /
ya no estaban. Tú también te habías ido. No se puede aludir de forma más alígera y elusiva a la muerte. Unas páginas más adelante, Carmen ya está ausente,
presente de otro modo, para siempre, definitivamente: Eres ahora / ya
presencia encantada, / ceniza de aquel fuego / que nunca se apagara, / calor en
el invierno / y murmullo del agua / en la tierra sedienta, / luz en la noche
clara…
El libro es un lento canto a Carmen, cuyo rostro aparece
sobre un fondo negro en la portada. Es una confesión sincera, una profesión rotunda
e incondicional de amor, como quizá sólo hacemos a alguien que está ya en la
otra orilla. Porque la percepción del amor se acrecienta y magnifica con la
ausencia definitiva y uno se libera del pudor que impone la cercanía, el que
permanece incluso en la entrega más rendida. En el libro, sin embargo, la
tristeza nunca parece excesiva, está embellecida por el consentimiento y una resignación
generosa y lúcida. Es una tristeza bella, una dulce melancolía, como
corresponde a un poeta enamorado y agradecido, que conoce y valora el privilegio
de una relación intensa, excepcional. La contención verbal y la delicadeza acompañan
cada página del libro. Nada es exagerado o excesivo. Los recursos verbales son
los justos y apropiados. Si alguien ha sugerido que el buen estilo literario está
hecho de renuncias, aludiendo a la exclusión de lo innecesario y superfluo, se
puede afirmar que ese es el estilo del poeta, sereno, horaciano.
Es también, sin proponérselo, una breve biografía, la
historia de una vida, o de dos, como la de cualquiera de nosotros; por eso es
tan entendible, tan compartible. Los detalles, los acontecimientos se narran sin
intención, sólo para acompañar, para situar lo que va aconteciendo con los
años, en torno a lo principal, a lo que de verdad cuenta, a lo único que
importa: la permanencia del amor, la unión sagrada entre dos seres.
En una carta de hace bastantes años, la recientemente
fallecida Carmen Balcells mencionaba a Jaime Ferrán, de quien era amiga desde
su juventud, y me anunciaba el envío de ese libro suyo, Libro de Horas, al que calificaba como “pequeña joya”, el que he utilizado
para espigar mis citas. Doña Carmen entendía de literaturas y me adhiero a su
calificación del libro. En mi contestación le escribí: “Lleva usted razón, el
libro es una joya. Su estilo es el de siempre: íntimo, tierno, sencillo y
amable. Como él mismo. Leo sus poemas y vuelvo a oírle. Siempre nos saludaba
llamándonos ‘viejo’, ‘maestro’, etc. En el Colegio, era un poco nuestro hermano
mayor, el de todos. Le puedo asegurar que se le quería como a tal. En su casa
eran diez hermanos, nosotros éramos doscientos”.
Porque yo había coincidido con el poeta, hace casi
sesenta años, en un Colegio Mayor de Madrid. Al principio, era yo de los más
jóvenes allí y él quizá el mayor, con su carrera terminada. Ya había publicado
libros y eso le revestía, ante mí y ante todos nosotros, de una irrebatible
magnificencia. Era además extraordinariamente accesible. Recuerdo que en una
ocasión le pregunté que si sabía de la existencia de un Jaime Ferrán famoso —yo
pensaba en Jaime Ferrán y Clua, el ilustre médico catalán que había diseñado
algunas vacunas— y me contestó enseguida: Claro que sí, viejo, soy yo.
Mencioné antes un poema de Jaime que conocíamos todos en
el Colegio. Era muy sencillo y corto y, cuando nos poníamos estupendos, lo que
sucedía con frecuencia, lo recitábamos coralmente, en noches inolvidables,
quizá después de haber asistido todos juntos a algún episodio de Los intocables, de Elliot Ness, que
daban entonces en la incipiente televisión española. Eran impresionantes las
doscientas voces declamando:
Viento
de
Tejas.
Amor
en el
aire.
Jamás
podré
olvidarte.
Y dejo
mi corazón
en prenda.
Oigo el poema, todavía, con una acuidad que no tienen las
voces y sonidos de ahora. No lo he olvidado; ciertas cosas no se pueden
olvidar. Jaime estaba allí, sonriente y complacido. Nos había dicho muchas
veces que el poema lo había escrito durante un concierto al aire libre, una
noche de verano en Tejas, que era ya, también para nosotros, inolvidable,
insuperable. Lo había escrito en el estrecho margen del programa y por eso era
de versos tan cortos. Lector, créeme, si cierro un momento los ojos, lo vuelvo
a oír, exactamente como entonces. ¡Qué misterio el de nuestros recuerdos!
Ese viento de Tejas era ya también nuestro, incorporado a
nuestro inocente y virginal pasado. Y en Tejas, según certificaba nuestro
querido Jaime, que tenía mucha más experiencia en todo que nosotros, el amor
—ese amor por el que suspirábamos y que nos hostigaba entre clases y exámenes y
siempre— estaba allí, en el aire; es decir, libre, ubérrimo, permeándolo todo, ofrecido a
todos, para quien quisiera abrazarlo y apropiárselo. ¡Ah, Tejas, Estados
Unidos…! ¿Cómo sería, en verdad, el viento de allí? ¿Y ese amor que habitaba en
el aire? Habría que ir a ese país alguna vez, como había ido ya Jaime. Sí, habría que ir...
(continuará)
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