No hay manera de embridar y domeñar este blog. Antes me
estaba sugiriendo temas continuamente y decidí callarlo un poco y hacer menos
frecuentes y más cortas mis entradas, mis posts. Con lo primero sólo he logrado que se me
acumulen los temas pendientes y en lo segundo he fallado con clamor. Además, de
momento he de cambiar la estrategia y publicar dos o tres entradas seguidas de
extensión desusada, porque llevan versos y esto las alarga, aunque casi siempre
trataré de escribirlos en línea.
Se trata de algo excepcional, claro: ha muerto, el seis
de febrero, un excelente y querido poeta, Jaime Ferrán y Camps, a quien ya
mencioné en mi entrada del 6 de julio del 2014, y tengo que hablar de él, del
único libro suyo que tengo ahora a mano, Libro
de Horas, y de un cortísimo poema, al que me referiré después. No podría,
ni es mi intención, escribir un estudio serio sobre su poesía. No sabría
distinguir un ‘primer Ferrán’, ‘un segundo Ferrán’, etc., esas sutilezas que
encantan a los críticos sesudos. Pero puedo hablar un poco de él como persona,
porque tuve el privilegio de conocerle; y del libro que menciono, que es una
joya. Es del año 2008 y está dividido en cuatro partes, las cuatro estaciones
del año.
Lo escribió el poeta unos ocho años después de la muerte
de su esposa, Carmen Rodríguez de Velasco. No existe una correspondencia exacta
entre el tono de los poemas y la estación del año en que están encuadrados, más
bien revelan un cierto orden cronológico, con versos que remiten a su juventud
agrupados en Primavera, a su madurez en Verano, etc. Los versos de Invierno, en
los que se refleja, y hasta se cuenta, la muerte de Carmen, son sin duda los
más tristes. En conjunto, es un libro triste, impregnado de una única
ausencia-presencia, en el que se refrenda y justifica la cita inicial, del gran
poeta portugués Luis Vaz de Camões: Vi que todo o bem pasado não e gosto mas é mágoa (Vi que todo bien pasado no es gozo sino tristeza).
El primer poema del libro, en el apartado Primavera, describe de manera tajante el
contraste entre lo que persevera y lo que se desvanece (reproduzco, sólo en
este caso, la disposición tipográfica original, que no respetaré en el futuro,
para no complicar y alargar excesivamente la longitud de la entrada):
No pasa la
pasión,
pasa la vida.
El tiempo pasa
y al pasar
nosotros
con él pasamos.
Pero
no pasa la
pasión.
El mismo fuego
me abrasa
todavía
cuando te veo,
cuando te recuerdo.
Digo que es un libro triste, pero se trata de una
tristeza mitigada, suave, esa que algunos han llamado tristeza poética. Pasa la
vida, pero hay cosas que permanecen. En realidad, también puede ocurrir
justamente lo contrario, que pase la pasión y la vida se haga larga y pesada.
Este es el tipo de análisis que no se puede hacer en poesía, en la que cuenta,
no la estricta racionalidad, sino lo hondo y peculiar del sentimiento, lo que
canta el poeta. Aquí lo único que importa es la música y la belleza, el
descubrimiento de un mundo personal, profundo, no pautado y acomodado a la
lógica. La expresión íntima e incontaminada de una realidad, que nace y se
impone en las palabras. Jaime y Carmen vivieron en Estados Unidos: en un país
distinto / que se ha ido / haciendo nuestro noche a noche… Y ya está dicho, ahí
está ya todo, no hay nada más que explicar.
Todavía en Primavera,
hay unos versos muy machadianos, de los de don Antonio: Pasan las mañanas / y las tardes lentas /
en la sala clara, / en la oscura escuela / de bibliotecarias / donde tú me
esperas / cuando el día acaba / y la noche empieza… Son versos sencillos, frescos, con la rima y el
repiqueteo del ritmo bien presentes. Hay otros muchos así en el libro. Y otros
distintos, de ‘arte mayor’, entre los que muestro uno de los más alegres, con
Carmen siempre en el cuadro. Aquí se canta su presencia: Nuestro primer
viaje fue a Granada, / que descubrí, de nuevo, a tu costado: / la roja
Alhambra, el dédalo / de cámaras secretas, los jardines, / el laberinto del
Generalife / entre fuentes que cantan, el palacio / del César, la oscura
catedral / con los Reyes dormidos, las tendillas / el alegre Albaicín, la mansa
vega, / los cármenes al pie de la sierra…
En Verano la
felicidad se hace perfectamente posible y sólo se torna huidiza y frágil al
recordarla, tantos años después; de momento es sólida, maciza, indestructible: Verano en
Santander. La Magdalena / es como un barco lleno de estudiantes… Y entonces surgió la noticia: un profesor de la Colgate
University visita Madrid en busca de licenciados españoles para impartir
enseñanzas en Estados Unidos. Y cuenta Jaime, como si fuera un asunto menor: Así se
interrumpió nuestro verano. / Así cambió de rumbo nuestra vida. Permitidme añadir aquí
unos versos míos: Y el destino, / o el
puñetero profesor americano, / nos robó a Jaime. Desde entonces, / sólo pudimos
verle en ocasiones, / cuando venía a restañar la herida, / la deuda que
contrajo con nosotros, / que lo quisimos tanto, cuando éramos / tiernos devotos
de él y lo admirábamos. / Bueno, lo que cuenta, es que fuera feliz. / Con eso
solo, estábamos contentos.
Pasó algún tiempo, con la felicidad intacta aún. Volvían
los dos, Carmen y Jaime, a Madrid alguna vez: De regreso a Madrid, / en la vieja colina
de los chopos / hallamos la paz resucitada, / el jardín recoleto / y en él
“sólo el amor” / que encontró Juan Ramón. Vinieron una vez en barco, en el Covadonga, de Nueva York a Bilbao, y se trajeron su coche
americano, un Chevrolet Corvair, de moda entonces: Llevábamos a bordo / el Corvair, nuestra
casa / pues que no la teníamos. […] En el blanco Corvair / íbamos y veníamos /
de Barcelona al mar. ¡Cómo entiendo estos recuerdos del poeta! Mi coche en
Nueva York era un Rambler. Cuando alguien me pregunta ahora si deseo todavía
alguna cosa, respondo: Sí, volver a tener veinticinco años y recuperar mi viejo
Rambler, que tiene que estar todavía en alguna parte; lo demás no me interesa.
(continuará)
(continuará)
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