Lector, prometo explicar lo de la apóphasis al final. Ahora digo que en la portada de mi blog se lee,
tras la definición de ‘sobretarde’ (lo último de la tarde, antes de anochecer,
DRAE), una sincera y rotunda declaración: Creado para tratar temas que vayan
surgiendo de mis lecturas o meditaciones, sin preocuparme demasiado por la
actualidad. Esta ha sido mi intención y la norma en casi todas las entradas del
mismo. Entre los temas de actualidad, ningunos menos atractivos, para mí, que
los de índole política. Aclaro, sin embargo, que pocos oficios me parecen tan
nobles como el de político, cuando quien lo ejerce lo hace por auténtica
vocación de servicio, renunciando quizá a puestos mejor remunerados y sin los
inconvenientes de un cargo público. No me refiero a los que se arriman para
medrar o por pura ambición de poder.
Ha empezado ya la campaña electoral del 26-J. En
realidad, llevamos años de campaña ininterrumpida, si se entiende como tal la
descalificación tenaz del adversario o el insulto directo a los responsables de
los distintos partidos. No comentaré aspectos concretos de esa lucha sin
cuartel. Simplemente, por mi edad, tiendo a comparar la situación actual con la
del pasado relativamente reciente, que me tocó vivir: transición de la
dictadura a la democracia, con los artífices de entonces.
Lo que escriba estará inevitablemente influido por mi
edad y mis sentimientos y no siempre se ajustará a una lógica estricta. Igual
que prefiero el cine y la música de antes, también creo que los nuevos
políticos, los más jóvenes para entendernos, son inferiores a los antiguos. Critican
la corrupción de algunos de estos, con toda razón, y presumen de
incorruptibilidad. Estoy dispuesto a aceptar esa presunción; se les supone,
como en el ejército el valor al soldado. Pero alardear de ella, sin haber
tenido ocasión de corromperse, es otra cosa. Sobre todo cuando hay indicios de
que algunos de los nuevos podrían ser muy buenos en el extendido arte del
trinque y el tejemaneje.
Odio esa nueva política que se fragua cada vez más en la
televisión, ventana tantas veces abierta a rincones sórdidos y estúpidos del
mundo. Su influencia la confiesa en un periódico de hoy mismo, uno de los más
beneficiados por esta perversión. Aparecen políticos en los más diversos
programas, en los que se suele ofrecer una imagen bonancible y hasta tierna de
los mismos. Se les ve sencillos, sonrientes y amables. Debería haber un límite,
un equilibrio para estos cameos. Una política valenciana, desde que obtuvo un
puesto de cierta relevancia, muestra una imperturbable sonrisa, de oreja a
oreja; está encantada. Uno se pregunta qué puede haber en la dura y cainita
vida política que la haga tan feliz. Me gustaría que en las próximas elecciones
esta buena mujer siguiera, en lo que sea, para que no se malogre su
inextinguible sonrisa.
La formación cultural de los nuevos políticos deja a
veces bastante que desear. En los mítines, llenos de simpatizantes más o menos
desocupados, prestos a aplaudir cualquier simpleza que diga el orador, con
algunos colocados detrás de él para afianzar con gestos guiñolescos las
banalidades que exponga, cualquier palurdo puede llegar a la conclusión errónea
de que está llamado a jugar un papel histórico en el país. Este adjetivo,
histórico, se prodiga mucho ahora: hay reuniones, programas, acuerdos, así
calificados, aunque sólo sean eslóganes vacuos y ocurrencias de amiguetes.
Una famosa alcaldesa dejó sin terminar una carrera
sencilla: En casa no había dinero y pronto
tuve que buscarme la vida, revela afligida.
Oír esto, cuando he conocido casos en mis tiempos de universidad en los que se
simultaneaba el trabajo y una carrera tan exigente como Medicina, me produce
una leve hilaridad. Son mensajes falaces diseñados para suscitar la compasión y
el arrobo entre gente no conocedora. La alcaldesa hizo bien en colgar estudios
que no conducen a nada. ¿Para qué estudiar, para qué empeñarse en nada que
exija esfuerzo? Sin ellos, ha llegado a donde ha llegado.
Una digresión, quizá obligada; luego seguiré con mi plan
de ruta. Ayer atendí por algún tiempo al
anunciadísimo ‘debate a cuatro’ de TV, en donde volví a oír las viejas
consignas y algunas botaratadas. No fue demasiado bronco, aunque en ocasiones
se interrumpían los candidatos y hablaban a la vez. Daban datos muy
contradictorios, sin que se esforzarse nadie en estudiar cuáles eran los
correctos; cada uno soltaba los suyos y en paz. El lenguaje, decía Ortega, es
por esencia diálogo y se espera, añado yo, que de él surja, si no un acuerdo,
sí un esclarecimiento. El formato de este tipo de encuentros hace imposible la
discusión sosegada de cualquier asunto. En El
libro de Job, 28-12, se formulan las preguntas: ¿Mas en dónde se halla la sabiduría? ¿Y cuál es el lugar
en que reside la inteligencia? No,
ciertamente, en un plató de TV.
La mayoría de los ataques dialécticos se centraron en
Rajoy. Eso ya, a los que de niños vimos en las películas del Oeste cómo el
pistolero bueno, cuando varios atacaban a un hombre solo, ayudaba siempre al solitario,
podría predisponer a su favor. Por otra parte, Rajoy representa la continuidad
y habrá gente que piense, como escribió el francés Charles Brook Dupont-White,
socialista y crítico radical del sistema capitalista, en el prólogo de La Liberté, que tradujo de Stuart Mill,
que “la continuité est un droit de l’homme: elle est un hommage à tout ce qui
le distingue de le bête”. Por supuesto, no se definieron los pactos
postelectorales. Un candidato estuvo, como siempre, agresivo y querulante.
Algún inteligente asesor le habrá aconsejado que se muestre así.
Al día siguiente, tampoco hubo sorpresas. Preguntados
cargos de los diferentes partidos, todos proclamaron vencedor a su candidato;
como ocurre en las elecciones, que todos las ganan. Uno de los organizadores,
después de su análisis, aventuró que no creía que el debate fuera a influir
significativamente en el voto final. Eso ya lo sabíamos algunos. La agobiante
promoción del espectáculo, el señuelo de que un tercio del electorado decidiría
su voto gracias a él, las fanfarrias del mismo, todo forma parte de ese mundo
irreal y ficticio, que la televisión consigue instalar en bastantes cerebros.
(continuará, y hablaré de la apóphasis)
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