No será fácil que escriba más sobre temas
políticos, que no son los que más me interesan. Lo he hecho últimamente por la
excepcional circunstancia española y mi hartazgo de nuestros líderes políticos.
Felipe González propone que, de haber terceras elecciones, ninguno de los
actuales debería presentarse. Yo pediría su inhabilitación por
un período mínimo de diez años, hasta que maduren.
Hoy hablaré de mi visita a mi antigua
Facultad de Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria madrileña. Fue fácil aparcar,
aunque no en las inmediaciones. Quería ver a alguien en Filología, en otro
edificio vecino, y tuve que bajar la larga escalera exterior que existe. Al
final, ya en el suelo, bien colocado para ser visto, había un gran letrero: “Aprobar
no es aprender”, mensaje que no es una falsedad absoluta, pero que deja en al
aire la inquietante duda sobre la utilidad o necesidad de aprobar e incluso,
más aún, la de estudiar o esforzarse en cualquier cosa. ¿Se aprenderá más
suspendiendo?
A la vuelta subí en un bonito ascensor
exento, revestido de listones de madera para armonizar con el arbolado paisaje,
que se continua con un pasillo horizontal suspendido en el aire hasta llegar a
la cota superior. Toda la gracia del conjunto había sido destruida con
innumerables graffiti, manchas de
pintura y suciedad de todo tipo. Fue una impresión penosa; en cualquier lugar,
pero más en ese recinto sagrado.
Al volver al coche, que había quedado un poco
apartado, vi en el suelo restos de un paquete de “toallitas íntimas“ y un par
de condones en sus envoltorios e intactos. El presunto utilizador de los mismos
quizá fue sorprendido intempestivamente en la dulce tarea o recibió una imprevista
negativa de su pareja o, simplemente, sobrestimó su capacidad amatoria. Nada de
esto es grave; tal vez revele una de las posibles alternativas a lo de aprobar —que
ya se sabe que no es aprender— y más
fácil y agradable. Me dejó todo una sensación de desaseo vulgar, incivilizado y
torpe.
Fui después a las instalaciones deportivas
que hay frente al Museo del Traje, en donde hay un sencillo bar, desde el que
se ve el Colegio Mayor en el que viví durante mi carrera. Había alguna gente
haciendo deporte. El día no era muy caluroso y a la sombra la temperatura era
perfecta. En unas mesas unidas, unas diez personas, varias con mono de trabajo,
empleados del lugar, desayunaban sin prisas, junto al regente del bar. Al
terminar, separaron las mesas, limpiaron los restos y los depositaron en los contenedores pertinentes.
Parecían alegres y contentos. No vi ningún letrero que dijera “Ser limpios no
es ser felices”, u otra perla de pensamiento parecida, sino otro con la
leyenda: “No cuentes los días; haz que los días cuenten”. No es una cita cimera
de Hegel, pero creo que buena parte de la pobreza cultural y moral de la juventud
anida más entre estudiantes.
Yo vivía ya en el pasado, arropado por mis
recuerdos, contemplando lo que fue mi mundo durante años, asombrado de la
inmutabilidad relativa de las cosas, que contrasta con nuestro descaecer,
perdido gozosamente entre nombres que se agolpaban en mi cerebro, algunos de
ellos de desaparecidos para siempre. La paz inundaba el aire, el mundo parecía primitivo
y simple, hecho por algún Dios benigno y cuidadoso. Era feliz.
También comprendí que otras cosas habían cambiado. Reconocí
con orgullo que los de mi generación, que andamos ahora por los setenta,
hicimos la gran revolución que este país necesitaba. Muchos salimos fuera para
aprender —eso sí que era, sin duda, aprender— y traer aquí lo nuevo y valioso
encontrado. Por el esfuerzo de todos, España cambió y fue esa urdimbre previa
la que hizo posible e inaplazable la transición a la democracia.
La nuestra fue una juventud seria y
esforzada, sustentada en padres laboriosos, que también supieron cumplir su
misión y estar a la altura de las circunstancias. Por todo ello, me parece
injusto —y amparado sólo en falsedades e hipocresías— esa premura de los
líderes jóvenes del momento por arrinconar lo viejo y proclamarse depositarios únicos
de la verdad y la justicia. Creo, sinceramente, que fuimos una juventud
infinitamente más limpia y austera que la actual, envuelta en consignas
facilonas y engañosas, a la que quizá se ha mimado en exceso y consentido todo. Somos
muchos los que pensamos así; los nuevos líderes deberán tenerlo en cuenta al interpretar
los resultados de las elecciones y planear cómo cambiarlos a su favor.
De mis entradas 'políticas' alguien podría
deducir que siempre he votado a cierto partido y se equivocaría. Lo que me
ocurre tiene más que ver con la célebre, muy citada y caprichosamente traducida
frase de Goethe, escrita en su diario durante el sitio de Maguncia (Mainz en alemán, 1793),
cuando intervino en favor de un incendiario francés, al que la gente quería
linchar: Es liegt nun einmal in meiner Natur, Ich will lieber eine Ungerechtigkeit
begehen als Unordnung ertragen (En verdad está en mi naturaleza, prefiero cometer una
injusticia que soportar el desorden). También digo que, con estos jóvenes
lideres de ahora, ya sé a quién voy a votar en adelante. Tapándome la nariz o
con escafandra, si hace falta. La corrupción puede curarse; la vacuidad
intelectual, no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario