En el fondo, no sé mucho más de la vida del
Bernardo real; yo hablo y requiero al de mis tiempos de Úbeda, al dependiente
de mercería, a la persona que, por ser unos años mayor, me enseñó cosas que,
viniendo de él, no podían ser sino buenas. A la persona que fue capaz de
conservar una carta mía durante más de cincuenta años, para devolvérmela
después. Ocurre, eso sí, que ha arrastrado tras de sí a gentes de mi niñez, que
también tengo presentes en mi memoria. El mundo estaba poblado en aquel tiempo
por seres grandiosos, exquisitos y benéficos. Algunos eran tan próximos, que
romperé mis normas y mencionaré sus nombres.
Lo hago desde el cariño y la nostalgia, desde el desconsuelo de saber que a
muchos no los podré ver nunca más, porque ya no existen. La muerte de Bernardo
me ha hecho rememorar a gentes que quedaron atadas a mi vida y estarán conmigo
mientras me quede aliento: Francisco Delgado, Luis Monforte, varios hermanos Palacín,
los hermanos Ortiz, Antonio Gutiérrez, el que poco tiempo después sería llamado
por todos cariñosamente el Viejo. Gentes
que en vida quizá no imaginaban que yo, después de tantos años fuera, pudiera
acordarme de ellas. Y a su conjuro renació un mundo de ‘sabatinas’ en iglesias
frías y oscuras; de oraciones, cánticos, murmullos y risillas infantiles. Y
alguna mirada a la bancada de al lado, porque nos sentábamos los chicos en un
lateral de la iglesia y las chicas en el otro. De promesas a los santos o a la
Virgen, que atañían a los pecados más arraigados, seguramente inocentes y nada
terribles: Eso que me cuesta tanto y que
te prometo para mañana, rezábamos. Y pensábamos en ese pecadillo que era el
más difícil de vencer, cada uno en el suyo.
Y me veo de nuevo en la iglesia San Isidoro.
Y también en la de la Santísima Trinidad, donde cruzando el coro se llegaba a la
sede de Acción Católica. En el claustro del convento adyacente, treinta años
antes, mi padre había estudiado, hasta que los Escolapios se marcharon de Úbeda,
en el 1920. Habían estado en la ciudad desde 1861 y se fueron porque no hubo
dinero para pagar las inaplazables obras que necesitaba el convento y la
escuela. Hace poco quise esclarecer hasta dónde había llegado mi padre en sus
estudios. Conocí así a don Valeriano, archivero de la orden, con bastantes más
años que yo —cuando le dije mi edad, me dijo, ¡bah, eres un chaval!—, pero activo
como un veinteañero. Gracias a su extrema amabilidad pude hojear, en la calma
casi monacal de la residencia que tienen estos Padres en la calle Gaztambide,
las actas del convento de Úbeda, de los primeros años del siglo XX, en las que
se reflejan las actividades docentes y otras, redactadas todavía en latín.
Lamentablemente no había detalles sobre los alumnos de entonces o sus
currículos estudiantiles.
Cómo han podido cambiar tanto las cosas.
Ahora voy a Úbeda y casi no conozco a nadie, ni nadie me conoce a mí. Ya sé que
es lo normal, pero no deja de ser perturbador y casi increíble. En un relato
mío, Semana Santa en Úbeda, cuento de
un personaje: “Germán intentó verlo todo
de nuevo con ojos de niño, predispuesto al misterio y al milagro. Le llamó la
atención la escasez de rostros conocidos entre aquella muchedumbre bulliciosa y
cambiante. Dios mío, casi no conozco ya a nadie, se dijo, para añadirse después
que, al fin y al cabo, era lo lógico. Hacía muchísimos años que no vivía allí y
la mayoría de los participantes en la procesión, era gente joven; también los
espectadores. Y de los mayores, seguramente a muchos no los había conocido
jamás y otros habrían cambiado tanto como él mismo, hasta hacerse mutuamente
irreconocibles. Quizá incluso algunos sí eran capaces de identificarlo, pero no
se atrevían a saludarlo, por alguna de las innumerables variantes de la timidez”.
Ese
era el relato, y el sentir de Germán coincide exactamente con lo que yo mismo
siento. Todo lo que era amable, íntimo y abierto se ha tornado indiferente y
casi desconocido. Incluso he tenido alguna experiencia desagradable e
incomprensible, al tratar de contactar con algunas de estas gentes más modernas.
Quizá también es culpa mía, que he buscado refugiarme en mis recuerdos, tan
importantes, tan decisivos en la vida de los seres humanos. Un notable
ensayista español, gallego de nación, Vicente Risco, que en enero de 1935 hizo
un llamamiento desde el Heraldo de
Galicia “para reconquistar Galicia para Dios”, escribió: Se Platon dixo que saber é lembrar, eu digo
mais: vivir é lembrar (Si Platón dijo que saber era recordar, yo digo más:
vivir es recordar). Estoy muy de acuerdo. Los franceses dicen que son las
raíces las que diferencian un árbol de un poste; los recuerdos son nuestras
raíces.
Pensaba hablar sólo de mi
relación personal con Bernardo, muy circunscrita a una cierta época y de una
intimidad relativa; al fin y al cabo, yo era poco más que un niño y él era ya
un adulto. Pero querría terminar con unas pocas palabras sobre sus empeños
literarios. Bernardo era persona sencilla y discreta y no se prodigó mucho en la
publicación de sus escritos; sólo ocasionalmente en revistas de ámbito local
ubetense. Lo poco que he leído de él me ha parecido suficientemente digno. En
un artículo suyo, algo simbolista y mistérico, críptico y bello, aparecido en
una de estas revistas y de título Mi
amigo el loco, habla de alejarse de un pueblo, de una marcha hacia el
Norte, del propósito de “poner púlpitos en los veladores de los bares”. Me
parece entrever cierta metaforismo autobiográfico. Menciona “los trillones de
hombres que callaron la palabra que le aleteaba en el corazón”. Yo no he
querido ser uno de esos hombres y he sacado palabras que guardé desde siempre
en mi interior más íntimo para que se oreen hoy al sol. Se las debía a Bernardo
y también querría que llegaran hasta las gentes de entonces, las que nos
conocieron a los dos. A él se las debía por muchos motivos, no sólo por
el insólito hecho de haber guardado una carta mía durante más de medio siglo.
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