No es una boutade,
no es una manera de hablar. De verdad les digo que en más de una ocasión los
personajes que yo creo en mis obras, viven su vida, con propio discernimiento y
voluntad. Se hacen independientes, imponen sus criterios y sus deseos. Pero eso
mismo los hace, para mí, más reales y más queridos. En realidad, esta es ya la
última razón por la que escribo: para refugiarme en unos personajes algo
extraordinarios y libres, a los que llego sinceramente a amar y que, cuando me
siento harto de las mujeres y de los hombres que me rodean en el mundo, me
consuelan un poco y me proporcionan la ilusión de que la vida no es tan
ramplona como a veces parece.
Tengo hasta mis cautas preferencias. En la
novela citada, mi preferida es Marta y a ella dedicaré ahora más tiempo que a
nadie. Marta es una jueza inteligente y delicada, enamorada toda su vida de su
primo, sin que este se entere, y que sabe, cuando hace falta, utilizar el
lenguaje, las palabras, con la contundencia de un arriero. Como cuando se queja ante alguien,
reventando de amor y despecho, de la intromisión ya un poco prolongada de una
extranjera en la vida sentimental del primo: Y usted no sabe cómo quiero yo a
mi primo. Es que desde que nací he estado siempre con él, ¿me entiende?, desde
el puto nacimiento. Y además ella es francesa y tiene millones de franceses
para elegir, ¿por qué tiene que venirse aquí, a este lado de los Pirineos, a
fastidiar? Marta estaba al borde de las lágrimas. Y usted no conoce a mi primo,
no sabe lo guapo y lo bueno que es.
Marta llevaba años en esta espera. Y mientras
tanto se le iba escapando el amor y fue incapaz de entregarse a nadie. En una
ocasión, con treinta años ya, tuvo que ir a su médico de cabecera, una doctora.
Menudo genio tenía la que le correspondió en el ambulatorio. Todavía la veo,
recordaba Marta, cuando fui a que me viera. Después de preguntarme sobre mis
enfermedades de la infancia, las de mis padres, la fecha de mi primera
menstruación, mis hábitos de todo tipo y mil detalles más ―porque aquello fue
un interrogatorio en toda regla, que yo sé de eso―, no tuve más remedio que
confesar que aún no había conocido varón, que ya ni me acuerdo de cómo expresé
aquello, si fue con esa fórmula u otra igualmente tonta, porque estaba yo
apuradísima y no sabía ya ni lo que decía. Entonces la tía empezó a dar voces,
que parecía que quería que la oyese todo el ambulatorio: “No me lo creo, no me
lo puedo creer; no es posible”. ¡Y vaya si era posible! Y qué iba yo a hacer,
pobre de mí. Y me miraba como si tuviera delante una iguana gigante o la hidra
de las nueve cabezas o el célebre lagarto de Jaén.
En aquellos momentos, continuó Marta, me
sentí tan mal que hubiera cogido al primer celador o médico o enfermero que
pasara por allí y le hubiera pedido que, aunque fuera dentro de su horario
laboral, que se supone que está para otras cosas ―o no, porque según se cuenta,
y para reducir la tremenda tensión de su trabajo, los médicos y enfermeras
parece que casi no hacen otra cosa que jugar al amor en los hospitales―, me
hiciera un favor, el favor que me interesaba entonces de manera urgente, aunque
fuera sólo para callar de una vez a la doctora, que seguía sin salir de su
asombro y estaba como pasmada, en silencio, hasta que de repente volvía otra vez en sí y
empezaba con aquello de “no me lo creo, no puede ser”, a voces puras. Y
llegarme después del sacrificio hasta ella y decirle: Ve usted, ya no hay por
qué admirarse de nada, que tampoco esto es tan difícil, ni tiene tanto mérito.
Ya está hecho, ya me lo he dejado hacer. Y ahora, ¿qué?, ¿dejará ya de gritar?
La verdad es que yo siempre he pensado que
ese favor es muy fácil de conseguir de cualquier hombre, seguía reflexionando
Marta. Algo por lo que, después de todo y en estricta justicia, tendríamos que
estarles reconocidas las mujeres, por su buena disposición para estos asuntos,
en vez de andar por ahí bromeando con lo de que “siempre están pensando en lo
mismo, no les queda cerebro para otros asuntos”, y cosas parecidas.
Allí mismo, ya digo, se lo podría haber
pedido al primero que llegase, aprovechando además que en la salita en la que
la doctora me había dejado sola, para que me desnudara antes de la exploración,
había una camilla, quizá aprovechable para el cumplimiento de la misión. Aparte
de que, en casos de verdadera urgencia, ya había visto yo muchas veces en el
cine, que no hacen falta ni camas ni camillas ni nada, que todo se puede
resolver incluso de pie. En las películas, por cierto, yo había observado que,
en algunas ocasiones, estando los dos de pie, hasta se le encaramaba la mujer
al pobre hombre, quien, además de estar atento a lo que hacía, encima tenía que
cargar con la prójima cabalgándole en la cintura, que todo junto tiene que ser
muy incómodo y dificultoso. Para él y para ella, para todos, aunque para la
mujer tiene que resultar algo más llevadero, pienso yo, honradamente. Es que yo
creo —no sé por qué, la verdad, porque yo de esto conozco sólo lo de las
películas— que en la cosa del sexo las mujeres nos llevamos la mejor parte.
Claro que luego está, para compensar, el asunto del parto, que esa sí que es
otra historia.
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