31 de marzo de 2017

Elogio de la palabra (4 de 6)


Termino con esta querida Marta mía y os cuento que el amor hostigaba sin tregua a otro personaje que aparece en una de mis obras, un dulce trovador provenzal, Raimbaut de Vaqueiras, de finales del siglo XII y principios del XIII. Moría de amor por una doncella llamada Beatriz y escribió como nadie había escrito hasta entonces, aunque tantos habían sentido lo mismo. Tenía ese don el buen hombre. Y se acercaba tan derechamente a la muerte, que la dama se ablandó al saberlo, lo amó y le regaló, embellecida y multiplicada, la vida. Se casó luego con su prometido, Don Arrigo, para no complicar tontamente las cosas, pero el trovador fue mantenido en palacio y siguió gozando de todos los privilegios adquiridos. Sí, de todos, lector; estos arreglos juiciosos han existido siempre. Don Arrigo era amante de la caza y cazaba, el trovador amaba la trova y trovaba, Beatriz amaba... Bueno, Beatriz era muy comprensiva y estaba encantada de la vida. Y el mundo seguía rodando incansable y ciegamente por sus caminos de siempre. Y yo no sé ahora de otros, pero estos tres eran felices.
Hasta que una noche de verano, cuando los imprudentes enamorados reparaban sus dulces fatigas sobre un oculto pradillo del jardín, embriagados con el aroma de la hierba recién cortada, y dormían dulcemente, apenas cubiertos con el manto del trovador, el hermano de ella, el  marqués Bonifacio de Monferrato, que quizá se había arrepentido ya alguna vez de haberse traído al insistente provenzal a palacio, los sorprendió y, con delicadeza y tacto, les quitó, sin despertarlos, la ropa del amante y los cubrió con su propia capa, en la que estaban bordadas muy claramente las armas del marquesado. Después del suceso, el marqués Bonifacio no tuvo grandes problemas para convencer al trovador de la cabal conveniencia de peregrinar a Tierra Santa y dejar los entretenimientos.
Los dos, el marqués discreto y el trovador enamorado, se fueron de palmeros, peregrinaron a Jerusalén. Muchos otros pecadores arrepentidos iban en la misma nave, camino del perdón y de la aventura. Iba aquel monje de Chieri que quedó convertido en un faisán por haber comido un ala de volátil en Viernes Santo, encerrado en jaula de plata y amparado por un salvoconducto extendido por los duques de Saboya. Iba también aquel caballero de Mandovi, que intentó raptar a una monja en Fossano. A punto de conseguirlo, ella pidió a Dios que le mandara la lepra para conservar intacta su pureza, lo que ocurrió en un instante, haciendo huir al caballero, que se tornó pesaroso y penitente tras la milagrosa mudanza. Viajaban entonces, hacia Jerusalén, gentes de toda condición, en busca de la gloria, de la muerte, del amor, del olvido, de sus respectivos e ignotos destinos.
Monferrato, tras sólo un par de batallas, ganó el reino de Salónica e hizo a Raimbaut duque del mismo y lo nombró también príncipe de Orfani. El pobre trovador quedó hecho príncipe y gobernador de un reino. ¿Se puede pedir, se puede ambicionar más? Pues fíjate, lector, lo que es el amor, cierto tipo de amor. El nuevo y flamante príncipe era víctima insalvable de la melancolía, olvidaba todas sus ventajas y conveniencias y sólo soñaba con Beatriz y le escribía sin cesar las más tiernas baladas, declarándose prisionero en ultramar, herido de amor, infeliz e incurable. Mientras tanto, Beatriz le dio once hijos al Caretto, quien sabe si con pasión por medio, que esto es muy complicado de averiguar en las mujeres y es sabido que hay mil formas de fingimientos.
Raimbaut murió en su principado, añorando aquel lejano y perdido amor; entreviendo, por siempre inalcanzable, a su Beatriz en la distancia, en el horizonte engañoso e impasible del mar, que se divisaba desde la blanca terraza de mármol del palacio. En ocasiones, cuando los vientos eran mareros, creía oír su voz que le llamaba con aquellos nombres tiernos y secretos que se habían inventado y confiado tantas veces, juntos, en las tierras del marquesado de Monferrato, en la dulce Lombardía inolvidable. Ni un día dejó de pensar en ella, ni un día pudo desprenderse del infortunio, de la desesperación y de la nostalgia. Para lo bueno o para lo malo, nada sería lo mismo en el mundo sin el amor. Cantó entonces: ¿De qué me valen, pues, conquistas ni riquezas? Porque yo me tenía por más rico cuando era amado y leal amigo y Amor me nutría. Prefería un solo placer que aquí gran corte y gran hacienda.
Dejo estos turbulentos enamoramientos, para seguir hablando de las palabras. De ellas habla Marie Laure, la francesa filóloga y entrometida, al guapísimo Roberto Milfuegos, el primo de Marta: Tienes que fijarte en las puras palabras, deteniéndote en cada una de ellas, porque todas son como un milagro. Y te tienes que dejar acariciar por los sonidos con que se visten y muestran. Cuando se trata de escritos, las palabras son siempre muy importantes; hay que jugar, seducir y embrujar con ellas. Para hablas más planas, ya están las de la conversación corriente, las de cada día que, esas sí, han de ser sencillas y escuetas. El hombre no fue completamente hombre hasta que inventó las primeras palabras. Con ellas ya pudo, también él, crear incontables mundos y tuvo la posibilidad de advertir, suplicar, enseñar, engañar y mentir. Fue capaz de expresar su pensamiento y también de suplantarlo, de ocultarlo.

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