Palabras que han de ser engarzadas con amor,
como hago en otro relato mío, Semana
Santa en Úbeda: Se acercaron hasta el mirador que se abre sobre el valle
del Guadalquivir. Germán revivió la antigua e invariable imagen que le había
seducido desde su niñez. Siempre he creído, le confesó al amigo, que por la
noche un mar misterioso y mágico cubre estas tierras y convierte a Úbeda en el
activo puerto de algún portulano fantástico, desde el que pueden iniciarse
viajes a reinos ya desaparecidos o ignotos. Un puerto en el que barcos de
muchos remos atracan todavía, trayendo vino de Creta, cerámica de Corinto,
ámbar de Pilos, cobre de Chipre, estaño de las Casitérides y marfil de África.
Y desde el que se puede ir a Corcira, la de enhiestas torres, la isla de los
felices feacios, vestidos de púrpura desde el amanecer hasta el anochecer; a
Naxos, con sus collados cubiertos de bacantes; a la verde Donusa, a la blanca
Paros. Y cito a Álvaro Cunqueiro, que habla también de las palabras: ¿De qué se
hace la nave más ligera para ir a los feacios? De palabras, Ulises. Te sientas,
apoyas el codo en la rodilla y el mentón en la palma de la mano, sueñas y
comienzas a hablar.
Y me pregunto, ¿cómo es posible que ese poco
de aire estremecido, esos pocos sonidos que se hilvanan en un instante para
dejar de existir inmediatamente, tengan tanta fuerza, tanto poder? Se llevaron
el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo..., nos
dejaron las palabras, cantó Pablo Neruda. ¡Todo lo importante del mundo se
resume en palabras, abren o cierran, atan o libran!, escribió Torrente
Ballester, en La Isla de los jacintos
cortados. Son tan extremadamente poderosas que un personaje de El siglo de las luces, de Alejo
Carpentier también nos previene, con razón: Cuidémonos de las palabras
hermosas, de los Mundos Mejores creados por las palabras.
Para mí, las palabras son todo. La palabra es
más cegadora que la luz, más veloz que el viento, más certera y mortífera que
la flecha, más engañosa y complicada que cualquier laberinto imaginable. La
literatura no puede ser otra cosa que el pulimento, la orfebrería de las palabras.
El escritor es un argentador de palabras. Claro, ¿no? Pero luego viene Azorín
y, para ensalzar el prólogo del Persiles
y Segismunda cervantino, dice que “parece escrito sin palabras”. ¿Sin
palabras, maestro Azorín? ¿Cómo se puede escribir sin palabras? Se entiende que
Azorín quiere decir que las palabras pueden ser tan exquisitamente escogidas,
referir la acción tan cabal y exactamente, que apenas se hagan notar, que se
diluyan en el contenido de lo que se narra, que se oculten discretamente en el fluir
del puro pensamiento.
Y, desde luego, pueden no ser imprescindibles
en la ciencia, donde cabe reemplazar ventajosamente las palabras por símbolos,
por fórmulas, por guarismos. Cuanto a mayor altura de perfección raya un saber
constituido, menos se fía de las palabras y más empleo hace de las fórmulas; lo
hizo ya notar Eugenio D’Ors. En el futuro quizá la ciencia se sirva
exclusivamente de los números, de las ecuaciones, de un lenguaje formal de
índole matemática. No es una perspectiva que me horrorice. Los números son
todo, los números son la realidad.
Las palabras son todo. Los números son todo.
Se preguntarán ustedes que cómo es posible esta dualidad. Pues es muy simple: porque
estoy tratando de grandes verdades. Las grandes verdades tienen la asombrosa
particularidad de que son verdades, ellas mismas, y sus contrarias, sus
opuestas. Quien no ha entendido esto, no ha entendido el mundo. Lo que quiere
decir, aplicando la propia regla que acabo de exponer, que, sin entender esto,
se puede entender perfectamente el mundo.
O, por mejor decir, se podría, si no fuera
radicalmente incognoscible. Vivir es bordear una ignorancia casi perfecta.
Perseguimos inútilmente la certeza, estamos carcomidos por la duda. Qué se
puede decir de un Universo con cien mil millones de galaxias, cada una con decenas
de miles de millones de estrellas, del que sólo podemos ver una pequeña
fracción —se dice que un cuatro por ciento de lo que contiene—, ya que el resto
está integrado por lo que llaman materia oscura y energía oscura.
Cómo me gustaría perderme ahora en
elucubraciones, que me superan de la manera más total: hablar de eso que empiezan
a llamar el multiverso o metauniverso o pluriverso, que predicen algunos
modelos de la teoría cuántica. El multiverso es el conjunto de múltiples
universos (incluyendo el nuestro), que comprende todo lo que existe
físicamente, todas las formas de la materia y de la energía, y las leyes y
constantes físicas que las gobiernan. Es un término que fue acuñado hace ya
mucho tiempo, en 1895, por un psicólogo americano, William James. En esos infinitos
universos paralelos o alternativos o cuánticos, las constantes físicas pueden
ser idénticas a las del nuestro o pueden ser distintas. Y puede, eventualmente,
existir otro universo que sea exactamente igual al nuestro. Tegmark, un físico
especializado en estos temas, señala que este mundo idéntico tendría que estar
a una distancia de 1018 metros. Bueno, si algún lector sabe bien algo
de todo esto, le agradecería que me lo explicara un poco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario