Un amigo me
escribe, distanciándose de la mala opinión de un crítico sobre cierto novelista
español actual (los nombres no importan ahora), que a este crítico “los árboles
no le dejan ver el bosque”. Y no dice nada más. Hago constar que mi amigo es
una persona inteligente, culta, serena y ponderada en sus juicios.
Sin embargo,
creo que en esto es víctima de esas concesiones que hacemos todos a lo
establecido, lo trillado, lo poco racional. Las frases hechas, como la que menciona,
y las muestras de la sabiduría proverbial, constituyen a veces un reducto de
pobreza o pereza mental en el que pueden caer las mentes mejor preparadas. Hay
infinitas y aludiré ahora a unas pocas, porque lo que intento es exponer una
actitud, una rationale común para
juzgarlas. Otras veces, en cambio, son de una verdad incontaminada y absoluta: “No
por mucho madrugar amanece más temprano”, por ejemplo.
Muchas veces
oímos que “no hay dos sin tres” o “a la tercera va la vencida”. Obviamente,
nadie, si se para a pensar un poco, cree en la veracidad de estos asertos. Algo
que sucede dos veces no tiene por qué ocurrir una tercera y si alguien juega a
la lotería dos veces y pierde, le conviene, y mucho, no tener la seguridad de
que va a ganar la vez siguiente.
La banalidad de
estas dos frases es manifiesta. Lo de los árboles y el bosque tiene algo más de
intríngulis; como si tuviera más sentido, hasta un profundo sentido. Todos
entendemos lo que se pretende insinuar con ella: que el fijarse excesivamente
en los detalles impide la contemplación del conjunto. Pero esta pretensión,
expresada de forma tan generalizada, hay
que razonarla en cada caso.
En cualquier intercambio de pareceres nos deslizamos
sin querer en lo subjetivo, en lo cuestionable. Es casi imposible permanecer en
el terreno de la razón, de la pura razón. En el fondo, ¿qué es eso de que los
árboles no dejan ver el bosque? Es poco más que una frase algo enrevesada. Los
árboles son el bosque, el que ve los árboles ya está viendo el bosque. Si
alguien —habría de ser un dios— pudiera conocer con exactitud cada árbol, cada
rama, cada hoja, cada nervadura, sabría más del bosque que nadie. Rubén Darío,
en el Coloquio de los centauros,
escribió: “Cada hoja de cada árbol canta un propio cantar / y hay un alma en
cada una de las gotas del mar”.
Entiéndaseme, no
es que yo esté contra el uso de la tal frase; hasta puede ser útil como enunciación
inicial, como anticipo de una conclusión. Pero el argumentador que la esgrima
ha de demostrar esa presunta incapacidad de ofrecer una visión de conjunto.
Porque es obvio que se pueden conocer a fondo los detalles y, al mismo tiempo,
tener una certera impresión del total. No hay oposición entre estos dos
saberes, más bien al contrario. Hay que huir de los lugares comunes. Como del
culto indiscriminado a los autores consagrados, en la literatura, en la
pintura, en todo. Sólo cuenta la verdad, contorneada con la gubia de la razón,
para decirlo con estilo un poco kitsch.
Hay otra
expresión, anclada en un dislate lógico mucho más grave, esa de “la excepción que
confirma la regla”. Las excepciones jamás confirman ninguna regla. Es más, las
excepciones son un aviso de que la regla no es aplicable siempre, que puede
estar inficionada por el error. Sólo en algunos casos estaría justificada:
cuando la excepción resulta no ser tal. Con un ejemplo se entenderá muy bien lo
que quiero decir. Imaginemos que alguien sostiene, en un pueblo, que “todos los
miembros de la familia Costilla tienen los ojos azules”. Los hermanos, los
hijos, los nietos, todos los Costilla tienen los ojos azules. “Pero Pedro, el
hijo de Tomás, no los tiene”, objeta uno. A lo que el primero contesta, “Es que
usted no sabe que Pedro fue un niño adoptado, que no pertenece a la familia
Costilla”.
Ni siquiera en esta ocasión favorable la excepción confirma la regla.
Confirmar no es el término apropiado aquí. Se puede decir que la excepción no
invalida la regla, es compatible con ella. Al no pertenecer genéticamente a la
familia Costilla, el color de los ojos de Pedro no cuenta, no importa. Pero tampoco
confirma nada: el color de sus ojos es irrelevante en cuanto a lo que rige para
esa familia.
Todo lo
anterior es sólo una muestra de que a menudo hablamos, escribimos, sin pensarlo
demasiado. Le ocurre a personas de toda condición mental; hasta puede que más a
los mejor dotados, por confiarse en exceso. Ocurre como con los que tienen gran
facilidad de palabra, que uno tiene miedo de que puedan hablar sin pensar.
Y ya termino,
aunque podría seguir. “Con ser igual, ya no es lo mismo” es poco más que un
trabalenguas, que me remite a un hecho de mi adolescencia, demasiado largo para
contarlo aquí. Déjame recordarte de vez en cuando, lector, que todo lo que
escribo son cosas que pienso y en las que creo. Si te engaño es que me he
engañado yo antes, lo que puede ocurrir perfectamente. Por eso, trato de seguir
el dictado de Ortega que pedía: Cuando enseñes algo, enseña también a dudar de
lo que estás enseñando.
Interesante y razonado. Hay tantos refranes que cualquier cosa se puede defender o atacar con ellos.
ResponderEliminarEfectivamente, lo de "la excepción confirma la regla" es epistemológicamente inaceptable. El dicho procede de una mala traducción del latín 'Exceptio probat regulam', que significa "la excepción pone a prueba la regla". La frases hechas tienen su valor, como los tópicos son un repertorio útil para la argumentación dialéctica (Aristóteles). Machado decía que hay que abandonar los tópicos, ¡pero sólo después de haberlos pensado!
ResponderEliminarEstoy empezando con este blog y tengo mis dudas sobre si es sensata su continuación. Entonces llega este comentario inteligente, documentado, y esto me anima a seguir. Sólo querría progresar un poco en el camino lógico emprendido.
EliminarSi, en mi ejemplo, todos los miembros de la familia Costilla tienen los ojos azules, excepto Pedro, que luego resultó que no era de la familia, esto quiere decir algo. Lo primero, que Pedro no es en realidad una excepción. Pero hay más; el hecho tiene algún sentido. Induce (este verbo es uno de los típicos de la lógica) a pensar que el color de los ojos quizá depende de las familias, que tiene una base genética. Muchos fenómenos pueden tener causas genéticas o ambientales. Lo de Pedro orienta —no es una prueba definitiva, claro— hacia las primeras. En fin, lo que recomienda Machado de pensar parece útil… y divertido.