Han pasado casi
veinte años y lo veo todavía allí, de pie, claramente derrotado. Estaba yo en
Barcelona, con un compañero de profesión, sentados en el exterior de un bar, en
una amplia plaza, cuyo nombre no recuerdo. El camarero estaba frente a nosotros.
Debía de tener más de sesenta años; mal llevados, eso se notaba enseguida. Piel
curtida y atezada, cara de pobre, con su chaqueta blanca, gastada. Parecía un
poco ausente, seguramente era alguien de nuestro Sur. Era el atardecer y hacía
aún calor.
No lo puedo
evitar. Cuando veo a alguien realizar alguno de los infinitos trabajos duros y
mal pagados —repartidores enloquecidos por el tráfico, inverosímilmente
aparcados, acarreando los bultos ellos mismos—,
si la persona es joven, pienso que quizá la vida pueda cambiar para él, que con
suerte podría encontrar una ocupación mejor. Cuando es mayor, me digo: a ese la
desgracia lo cogió bien cogido, lo enganchó para siempre y así terminará sus días. Y ya sé, lector, que hay cosas peores; hablo de lo que veo más a menudo.
Me entristece pensarlo y surge casi siempre la misma pregunta: ¿Qué oportunidades tuvo este? ¿Qué hizo mal? Leo una cita de San Bernardo, cuya autenticidad no garantizo: “Yo soy la causa de mi desdicha”. Pues, lo dijera quien lo dijera, en eso se equivocaba. O, para ser más cautos, quizá era aplicable a él, en algún momento, pero no universalmente, a todos los mortales.
Me entristece pensarlo y surge casi siempre la misma pregunta: ¿Qué oportunidades tuvo este? ¿Qué hizo mal? Leo una cita de San Bernardo, cuya autenticidad no garantizo: “Yo soy la causa de mi desdicha”. Pues, lo dijera quien lo dijera, en eso se equivocaba. O, para ser más cautos, quizá era aplicable a él, en algún momento, pero no universalmente, a todos los mortales.
Mi amigo le
habló en catalán y pidió lo que fuera. El camarero preguntó algo pertinente, en
castellano, y obtenida la información se retiró. Cuando quedamos solos, mi
amigo dio un fuerte golpe en la mesa, lleno de ira, lo que me sorprendió
muchísimo, porque no acertaba a entender la causa. Si le hablo en catalán, me
tiene que contestar en catalán, me explicó enseguida.
Pero este pobre
hombre no es de aquí, quizá no lo hable bien, le respondí. Y sabe de sobra que
tú entiendes perfectamente su lengua, la que él habla normalmente. Y ha sido
correcto y preguntó algo sólo para servirnos mejor. Fue inútil, comprendí que
era imposible razonar con él de este asunto. Mi opinión sobre este amigo quedó
dañada para siempre, aunque todo ocurrió con el camarero ausente. Si el camarero
hubiera estado allí, me habría despedido y no lo habría visto más en mi vida.
Otra visita a
Barcelona. Al salir de la estación de Sants, me dirijo a un taxi y un segundo después alguien
cuya cara me suena se dirige al mismo coche. Era Carlos Sobera, un presentador
de televisión. La llegada fue casi simultánea. El taxista dudó un momento, pero
me tomó a mí, porque había llegado un poco antes. Luego me explicó que su hijo
hacía cosas para la tele y estaba empezando. Era obvio que hubiera preferido
coger al otro viajero, pero no lo hizo. Era catalán, fue serio, fiable y educado. Si eso me hubiera ocurrido
en mi Madrid, el taxi hubiera sido para el Sr. Sobera, como hay Dios; eso lo
saben hasta en el Polo. "Ya se apañará con otro; hay muchos taxis, ¿no?", habría
pensado el taxista.
Este blog está
para hablar de otras cosas. Ocurre que, desgraciadamente, hay problemas serios
y acuciantes. Cuando veo en la tele discusiones sobre el tema con algún
soberanista catalán, noto inmediatamente cómo la razón se toma vacaciones. Se
entra en reductos del pensamiento impermeables al raciocinio. En cierto
sentido, todo lo que no tiene una urdimbre racional es un capricho. El
nacionalismo es un capricho más, de pocos o de muchos. Es de los más terribles,
extremadamente peligroso y mortífero.
Nota: los dos
hechos que relato son rigurosamente ciertos. Hay muchos más.
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