Hace casi cien
años, Pavlov condicionaba perros en su laboratorio exponiéndolos a diversos
estímulos. Cuando el animal era incapaz de identificar el tipo de estímulo
—y por tanto no sabía qué patrón de conducta
seguir— entraba en un estado de agitación, gañendo, ladrando y mordiendo. ¿Te
suena lo del verbo gañir?
En los años
siguientes se realizaron experimentos análogos en otros animales: ovejas,
gatos, cerdos o chimpancés; algunos de Liddell y Bayne son del año 1927. Al
animal se le muestra, por ejemplo, una elipse y se le condiciona para que ejecute
una acción determinada; se le muestra también una circunferencia, para que
realice otra diferente. Si la elipse se va haciendo cada vez menos excéntrica
(i. e., se va pareciendo a una circunferencia), llega un momento en que el
animal ya no es capaz de catalogar el estímulo y empieza a comportarse extrañamente, como en
los casos de Pavlov. A este trastorno, algunos lo han llamado, con más o menos
acierto, neurosis experimental.
Ahora
imagínate, lector, un campo de futbol con cien mil espectadores adultos,
escogidos al azar y que no son partidarios de los equipos que juegan. Los
jugadores simulan un penalti clarísimo, indudable —en ciertos experimentos de
psicología hay actores encargados de tales fingimientos—. Todos los
espectadores ven el penalti. En otro momento, un delantero, sin que lo toque nadie,
se tira al suelo, claramente. Todos los espectadores ven que no hay penalti. Por
último, los jugadores simulan una falta verdaderamente dudosa, imposible de
clasificar con absoluta certeza. En este caso ideal, es probable que el 50 % de
los espectadores vea un penalti y el otro 50 %, no. Unos y otros estarán distribuidos
al azar en las gradas del estadio.
Ahora imagina,
lector, el mismo estadio, en un partido real, con cincuenta mil forofos del
Madrid y otros cincuenta mil del Barça. Hay un penalti dudoso a un jugador del
Madrid: los madridistas, todos, ven claramente el penalti, sin duda alguna; los
del Barça no. Si el objeto de la falta es un jugador del Barça, ocurre
exactamente al revés. Aquí, al contrario de los experimentos animales mencionados,
no hay problemas en la identificación del estímulo, ni se altera ninguna pauta
conductual. Los espectadores están convencidos de la rectitud y certeza de su
apreciación.
La explicación
no es muy complicada. En estos espectadores, a la hora de juzgar, entran en
acción circuitos cerebrales, estructuras nerviosas, que impiden la apreciación
justa e imparcial de la jugada. Se activan zonas del cerebro que nos hacen ver
la total certidumbre de nuestro juicio; son las mismas que garantizan la verdad
absoluta de la proposición dos más dos
igual a cuatro. Este comportamiento cerebral se puede evidenciar hoy día con
diversas técnicas exploratorias: potenciales evocados, PET, electrodos o chemitrodes implantados, etc. Ya lo
había visto perfectamente Francis Bacon, al doblar el siglo XVI, con sus idola y otros filósofos anteriores. Hago
notar que el espectador no es consciente de esa incapacidad suya para juzgar
rectamente.
Estos
comportamientos equivocados se dan no sólo en los campos de fútbol, sino en muchas
otras actividades sociales. En las elecciones, en la política, las pasiones,
los prejuicios, los intereses, los engaños más o menos fomentados o
consentidos, nos llevan a veces a la imposibilidad de ver claro, de entender
las situaciones y los fenómenos. Cuando esos condicionamientos son adquiridos
en la infancia resultan prácticamente indestructibles. La razón se embota, la
capacidad de discernir se pierde, la razón ‘se toma vacaciones’, como escribía
yo en una entrada anterior. Es algo que conocen muy bien los educadores y
embaucadores de todos los pelajes. Quizá a alguien le conviene todo eso. Hay
que preguntarse siempre: Cui bono, cui
prodest.
No hay comentarios:
Publicar un comentario