9 de diciembre de 2013

Piazza Grande, de Lucio Dalla


En mi entrada anterior te remitía, lector, a una muy bella canción de Domenico Modugno, Vecchio frak. En su letra se habla algo de sueños y no necesitaba yo más pretextos para mostrártela. Ahora, para terminar este corto ciclo musical, te voy a llevar hasta otra canción italiana, pero esta vez es algo distinto: se trata de una canción que cito en mi novela Las increíbles vidas de Roberto Milfuegos. Y no es una cita circunstancial, sino que allí explico que los sentimientos —la ‘filosofía’— de la canción coincidían con los sentires de uno de los personajes centrales de mi obra, el doctor Ordóñez.

La canción se llama Piazza Grande y el autor es Lucio Dalla, el mismo de la conocidísima Caruso, cantada, entre otros, por el mismo Pavarotti; esta es del año 1986, aquella fue presentada en el Festival de San Remo de 1972. En esa época yo vivía en Italia y te contaré algo de mi vida de entonces, tal como el doctor Ordóñez lo cuenta a una buena amiga suya, Marta. Copio de la novela, con alguna modificación:

“Tampoco podré olvidar jamás mis casi diarias escapadas gatunas, para hacer algo que me tenían prohibidísimo, desde el Rector hasta el último de los criados del colegio en el que vivía, pero que jamás dejé de hacer cuando me venía el deseo, invencible: subirme al tejado de nuestra capilla, por una escalerilla perdida y casi secreta que nacía en una alejada habitación del último piso, para contemplar el sol ponentisco, herido y sangrante, incendiando los palacios y murallas de aquella querida Bolonia. Aparte de la belleza casi insoportable, estaba el hecho tentador de que unos cinco siglos antes, en aquel mismísimo lugar, sobre el campanario exactamente, el día catorce de julio de 1468, a las nueve de la noche, en medio de una horrible tempestad, se apareció el demonio. Quién sabe, pensaba, si con un poco de insistencia no me sería dada, también a mí, la fortuna de que se presentara otra vez el diablo y pudiera yo conocerle tan de cerca. Me pasaba a veces horas enteras observando la rotación puntual de las constelaciones, el orto y el ocaso de los astros y tenía la impresión de que el universo y yo andábamos a la par y habría de ser así siempre. Esa idea me confería una confusa conciencia de eternidad.

Nunca ha habido desde entonces atardeceres iguales. Cuando llegas a convencerte de algo así, en cualquier ámbito de la vida, también te ataca una inevitable tristeza. Muy soportable, porque es una tristeza muy dulce, que ofrece todavía, oscuramente, la posibilidad incierta de la repetición. Fíjate, Marta, que digo que ofrece la posibilidad del redescubrimiento, no la certeza. No sé si ahora las cosas serían iguales, pero sí te digo que no quiero dejar este mundo sin tratar de revivir esa experiencia.

Apareció por entonces aquel cantautor, nacido en esa misma ciudad, Lucio Dalla, que cantaba que su verdadera casa era una plaza grande, en la que se daba y se recibía el amor, en libertad. Yo me lo imaginaba, y me imaginaba a mí mismo, en esa incierta, innominada, plaza grande. Se juntaba todo: una nostalgia ya indestructible y un confuso deseo de llevar una vida anárquica, como no la he podido llevar nunca. Y surgió ese inconcreto y vago designio: quiero todavía sentarme en alguna parte, en alguna plaza de esa querida ciudad, y dejar pasar el tiempo. Sin buscar ya nada, sin ambicionar ya nada. Después de haber vivido, en la medida que me han dejado, la vida que yo quería.

Echado en la acera, Marta, sin cuidarme de nada, sin molestar a nadie, esperando allí la mano que habrá de tomarme. Sería hermoso morir libre, apurando la libertad hasta los posibles y razonables límites. Y tener suerte quizá, y disfrutar, al final, de una muerte súbita, como la que proclamaba Plinio el Viejo que era la postrera felicidad de la vida. Sí, tengo mis planes de soledad en Italia, con la muerte delicadamente al fondo.

Yo no he podido o querido olvidar; me he dedicado más bien a agavillar mis recuerdos y recrearme con ellos. Sería hermoso decir adiós al mundo en una gran plaza, al atardecer, solo, sin que nadie sufra por mí, libre y rodeado de gente libre, de gente sin jefes, sin vanos proyectos ya, sin obligaciones absurdamente impuestas, sin necesidades artificiales, conocedora al fin de lo que la vida es: Voglio morire in Piazza Grande, / tra i gatti che non han padrone, come me, / attorno a me (Quiero morir en la Plaza Grande, / con gatos que no tengan jefe / en torno a  mí)”.

Las canciones —las más corrientes, esas que escuchamos constantemente— en ocasiones están muy ligadas a nuestras vidas, a nuestros recuerdos. Es el caso de esta que te ofrezco, obra de un músico extraordinario y polifacético, que nos dejó no hace mucho, tres días antes de cumplir los sesenta y nueve años. No murió al aire libre, en alguna plaza grande; murió en un hotel de Montreux, Suiza, en donde había actuado el día anterior. Lo traicionó el corazón; lo tenía gastado y arruinado por la belleza. Se equivocó la muerte estrepitosamente. El vínculo: http://youtu.be/CZNiQJgrCq8. Creo que es la versión original, la de San Remo, de 1972.

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