Querría terminar lo que podría
considerarse mi ‘rodaje’ con este blog. Ya he abordado algunos de los temas que
me interesan; me falta decir algo sobre otro campo que me atrae a menudo: los
números. Esta entrada cumple esa misión.
La proyección de la magia en los
números es universal y antiquísima. Pondré un ejemplo muy actual. En la Sagrada
Familia de Barcelona, quizá la última catedral construida en Occidente, el escultor
José María Subirachs esculpió los grupos escultóricos de la llamada Fachada de
la Pasión. En la escena del beso de Judas, se puede observar un escudo tallado
en piedra con dieciséis cuarteles, ocupados todos por números. En un folleto
sobre esta fachada, que consta de 32 páginas, cinco están dedicadas a mostrar
gráficamente, una por una, las 88 posibilidades de que estos números del
escudo, en grupos de cuatro, sumen —en vertical, horizontal, diagonalmente, o
de alguna otra manera— la misma cifra, exactamente 33, que se supone que fue la
edad a la que murió Cristo. Frente a la belleza y fuerza, inquietantes y
telúricas, de las figuras de Subirachs, el que una buena parte del folleto esté
dedicada a esta buscada curiosidad numérica es un índice de la fascinación que
ejercen estas elucubraciones, que en este caso se enlaza con el ambiente misterioso
que ha rodeado siempre la construcción de las grandes catedrales de los tiempos
pasados.
Estos ‘criptogramas’ numéricos
son de muy antigua tradición. En un libro del jesuita alemán del siglo XVII,
Atanasio Kircher, hombre preocupado por los más dispares saberes, ya aparecen y
se dice que fueron ideados por los “sabios antiguos”, sin mayores precisiones.
El correspondiente al cuadrado con 16 números (4x4) —todos ellos correlativos, como
tiene que ser—, es llamado Sello de
Júpiter y en él los números repiten, en las diferentes direcciones, la
misma suma, que es 34.
En el escudo que se muestra de
la Sagrada Familia, para que los números sumen 33, se ha alterado la
continuidad numérica; como se ve, se han repetido los números 10 y 14, y faltan
el 12 y el 16. Todo ello para lograr, ya digo, que la suma sea 33, en lugar de
34. Trabajo quizá innecesario, puesto que nadie sabe con certeza la edad a la
que murió Cristo, que podía haber sido 34 o hasta alguno más.
Hay muchos juegos con números que
incluyen problemas cuya solución demanda ingenio o habilidad y se han
convertido en pasatiempos sociales. Existen muchos libros de “carnavales” o
“festivales” matemáticos, que tratan sobre la materia. En la matemática india ya
existían textos análogos, con planteamientos muchas veces de gran candor o
ingenuidad, lo que no quiere decir que sean de solución fácil, sobre todo si no
se recurre al empleo de ecuaciones.
No resisto la tentación de
incluir un pequeño párrafo del libro de matemáticas que el sabio Bhaskara, un
matemático y astrónomo indio (1114-1181), tituló con el nombre de su hija, Lilavati, para que se pueda apreciar el
estilo, la delicadeza y la discreta complejidad del problema y de los cálculos
para su solución. Dice así: La quinta
parte de un enjambre de abejas se posó en la flor de Kadamba, la tercera parte
en una flor de Silinda, el triple de la diferencia entre estos dos números voló
sobre una flor de Krutaja, y una abeja quedó sola en el aire. Dime, bella niña,
¿cuál es el número de abejas que formaba el enjambre?
La exposición del problema, ¿no
es deliciosa? La solución es 15; se trataba de un enjambre de 15 abejas.
Pequeño, ¿verdad? Si hubieran quedado en el aire 10 abejas, con los otros datos
invariables, la solución sería 150. Si hubieran quedado 100 abejas en el aire,
el enjambre sería de 1500 abejas. Podemos tener enjambres de todos los tamaños que
queramos.
No todos los problemas son
igualmente inocentes y seráficos. Copiaré otro más atrevido, aunque desde el
punto de vista matemático muy parecido. En
plena lucha amorosa se rompió el collar de la muchacha. Una tercera parte de
las perlas cayó al suelo, una quinta parte quedó sobre la cama, una sexta parte
fue recuperada por la propia joven, mientras que una décima parte fue recogida
por el amante. Sólo seis perlas quedaron todavía engarzadas en el hilo del
collar, sin desprenderse. ¿Cuántas perlas tenía el collar? La solución,
lector, es treinta, el collar tenía treinta perlas.
De este problema, se pueden
sacar más conclusiones de cierta trascendencia. No se deben llevar los collares
constantemente puestos, no todas las ocasiones son propicias a lucirlos y en
ocasiones es mejor quitárselos, especialmente si son frágiles y delicados.
También se puede constatar que la chica fue más hábil que el amante, o puso más
interés, a la hora de recoger las perlas caídas y recogió casi el doble. El
amante, en esto, anduvo un poco torpe, si se puede decir. Se me puede objetar
que el amante no fue allí para eso, para recoger perlas. Incluso se puede
argüir que el propio hecho de que el collar se rompiera parecería indicar que
se logró una atmósfera de alta tensión emocional, que era al fin y al cabo de
lo que se trataba, lo que hablaría en su favor. En contra, se podría sospechar
que quizá fue un poco rudo. Pero también es verdad que hay muchos tipos de
rudeza, no igualmente condenables todos. Muy complicado todo, como suele
ocurrir en cuanto se mete uno en filosofías. En fin, para terminar, yo creo que
las joyas hay que quitárselas, cuando llega su tiempo.
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