Desde siempre me han atraído y deslumbrado las
leyendas, los relatos sencillos y llenos de enjundia, de sabiduría o misterio,
los sueños. Uno de los más bellos cuentos que conozco es de origen persa; viene
de un poeta de entre los siglos XII y XIII, Farid ud-din Attar, farmacéutico
(eso es lo que quiere decir attar), y
en la tantas veces citada Antología de la
literatura fantástica, de Borges et
al., lleva el título de El gesto de
la muerte. La versión allí es de Jean Cocteau y está quizá excesivamente
abreviada. Tomo otra, un poco más larga, tal como aparece en el encabezamiento
de un relato mío, Mis antiguos encuentros
con la muerte. El visir se dirige a su califa:
— Esta
mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he
visto a la Muerte mirándome fijamente.
— ¿La Muerte?
— Sí, la Muerte. La he reconocido, toda vestida de
negro
con un chal rojo. Me busca, estoy seguro. Deja que
abandone la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor
caballo y escaparé. Esta misma noche llegaré a
Samarkanda. Permite que me vaya, te lo suplico.
El califa, que sentía gran afecto por su visir, lo
dejó partir.
Por la tarde, salió de su palacio disfrazado,
como hacía a
veces, y él también vio a la Muerte en la plaza y le
preguntó: ¿Por qué has asustado esta mañana a mi
visir?
No le asusté —contestó la Muerte— me extrañó verle
aquí,
porque tengo una cita con él, esta noche en Samarkanda.
Entiendo
que es difícil resumir en menos palabras la inexorabilidad del destino, la
imposibilidad de evadirlo, la impotencia de los seres humanos para esquivar su
sino, aciago o venturoso. Encierra todo el pathos
de una tragedia griega en unas pocas líneas aladas, llenas de gracia y,
presuntamente, preñadas de sabiduría. De este mismo poeta persa, su epopeya
Mantiq al-tayr (La conferencia de los pájaros), de unos cuatro mil quinientos
versos, viene citada en mi reciente relato El
reino de Ta.
Si te gustan
estos temas, si los mezclas en tus escritos, forzosamente acabas inventando
cosas parecidas. En una conferencia mía sobre El nacimiento del concepto de probabilidad —que para mí podría
datarse muy probablemente en la Italia del siglo XVI, con Girolamo Cardano y Ludovico
Ferrari—, en un determinado momento de mi charla me dejé llevar por una
ensoñación que me transportó, a mí y a mis oyentes, a la Bolonia de esa época. Copiaré
ahora el fragmento en que describo mi última entrevista con Cardano, antes de
mi regreso a España:
“La última vez me regaló un bellísimo libro, impreso
por el viejo Manuzio, con una amable
dedicatoria, que he guardado siempre junto a los amados elzevirios que compré
en Italia. Lo encontré, en la medida en que esto era posible en él, dulce,
sereno, resignado y más clarividente y agudo que nunca. Se lo hice notar, con
admiración y cariño, y recuerdo que me contestó, sonriendo: “Seguramente llevaba razón Hegel cuando
afirmó que la lechuza de Minerva levanta el vuelo a la hora del crepúsculo”.
Me quedé muy perplejo, al principio, porque, de repente, comprendí que él no
podía citar entonces a Hegel, ni yo reconocer la frase, por la sencilla razón
de que Hegel había de tardar todavía en nacer algo más de doscientos años.
Y, en un momento, entendí confusamente que todo
aquello era un sueño, un sueño que yo tendría que soñar después, cientos de
años después, cuando viviera de verdad, cuando me tocara vivir mi vida real (es
una manera de hablar, porque sabía muy bien que nunca viviría tan intensa y
poderosamente como estaba viviendo entonces). Aunque también pudiera ser que lo
que fuera un sueño sea esto de ahora, que yo les esté soñando, en esta
melancólica tarde de invierno madrileño.
Porque, cuando dentro de poco nos separemos y nos
perdamos cada uno en nuestro mundo, ¿qué quedará de todo esto? ¿Y mañana? ¿Y
cuando nos hayamos olvidado de hoy? Cuando se olvida, ¿qué diferencia hay entre
los olvidos? ¿Qué más da un olvido de diez años u otro de cuatrocientos? Pero,
sobre todo, ¿qué diferencia hay entre la realidad y los sueños? Conozco más a
Cardano que a muchos de ustedes, a pesar de estar casi exclusivamente rodeado
de amigos”.
Lector, cuando se ha enfrentado uno algunas veces a distintos
públicos, se nota muy bien cuando se ha sabido llegar hasta ellos. Simplemente,
tratando de ser sencillo, pero cuidadoso con el lenguaje, preparando con mimo lo
que se va a decir. Para mí, en el fondo, la literatura es siempre oral. Hasta
cuando escribo, me gusta imaginar al lector oyéndome y próximo. Y los sueños,
la fantasía, lo no trillado, lo cándidamente expuesto es fundamental para no
aburrir y hasta para gustar. Aquí, en este blog, dejo estos cuentos y leyendas
que he ido recogiendo en mis lecturas, porque me acompañan muy a menudo también
cuando me pongo a escribir.
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