Hace ya algún tiempo, en la tercera
entrada de este blog, hablaba yo sobre Cómo
leer y sugería marcar en los márgenes de cualquier libro —con un simple
trazo de lápiz, no con el lento y penoso subrayado— los fragmentos más bellos o
enjundiosos del mismo, con la idea de releerlos al final o pasarlos a algún bloc de notas
personal, para recordarlos o citarlos en el futuro. Para mí, decía entonces con
las debidas cautelas, el número de marcas que hacemos en un libro da una idea
incluso de su valor último.
Aun con estos pequeños trucos,
olvidaremos después, desgraciadamente, buena parte de lo leído y perderemos con
el tiempo lo aprendido. Es inevitable; la memoria de los seres humanos está muy
alejada de la perfección y este es un inconveniente serio para la mayoría de
los estudiosos de cualquier tipo. El hombre, ese “débil junco que piensa”, ese “bicho
de la tierra tan pequeño”, ha ideado sistemas que funcionan infinitamente mejor
en este aspecto. Una buena memoria —se citan algunos casos portentosos de la
vida real y en la ficción está aquel “Funes, el memorioso”, de Borges— es una
bendición de Dios. No es la inteligencia, pero tiene mucho que ver con ella. En
términos informáticos, para quien sepa algo de programación elemental, se
podría decir que la memoria proporciona los DATA sobre los que operan las
instrucciones del programa. Sin instrucciones, no hay programa; sin datos,
tampoco.
Mucha gente tiene una idea banal
y poco respetuosa de la memoria. Se la considera como una facultad menor, poco
o nada relacionada con la inteligencia, repartida caprichosamente y de la que
no somos responsables. Yo no he oído jamás a nadie, en mi entera vida, quejarse
de ser poco inteligente, de ser más bien simple o discretamente tonto. Y, sin
embargo, mucha gente confiesa tener mala memoria. En algunos casos, se les
adivina pensando: “¡Ah, si yo tuviera mejor memoria, con lo inteligente que soy!”.
Vuelvo a lo que escribía antes: la memoria proporciona los datos y sin ellos no
hay elaboración inteligente de nada. En el proceso intelectivo, están muy
relacionadas las dos cosas, las dos capacidades. Cualquiera que haya estudiado
un poco los mecanismos cognitivos y su deterioro lo sabe perfectamente.
Te digo, lector amable, que esto
de escribir tiene sus problemas. Intercalo ahora el párrafo que sigue porque,
un poco después de haber escrito lo que antecede, leo Les caractères ou les mœurs de ce siècle, de Jean de La Bruyère, en
una edición con notas. Pues bien, en una de estas se cita a La Rochefoucauld,
que dice: tout le monde se
plaint de sa mémoire, et personne ne se plaint de son jugement (todo el mundo se queja
de su memoria, y nadie se queja de su buen juicio). Bueno, es casi lo que decía yo más arriba.
Pero es que un poco más
adelante, en el texto, el propio La Bruyère escribe: ainsi l’on se plaint de son peu de mémoire,
content d’ailleurs de son grand sens et de son bon jugement (así, se
queja uno de su poca memoria, contento por otra parte de su gran sensatez y su
buen juicio). Esto
es ya lo mismísimo que contaba yo. O sea, que uno puede estar plagiando constantemente,
sin darse cuenta; corremos el riesgo de estar plagiando sin querer.
Las combinaciones de las
palabras, en cualquier idioma, son muchísimas, pero no infinitas. A veces
pienso que en algún momento de un lejano futuro, no habrá expresión que no haya
sido utilizada o metáfora que no haya sido inventada. Quizá entonces los
hombres renuncien a escribir literatura —a repetirse, a plagiarse inadvertida y
continuadamente— y se limiten a servirse del lenguaje sólo para las necesidades
de la vida cotidiana, para describir escuetamente los hechos.
Nota: no me esforzaré mucho —no me esforzaré nada— en las traducciones y tenderé a hacerlas
literales; las hago porque entiendo que, desgraciadamente, es necesario.
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