No es un secreto que me gusta
Borges; afecto delimitado, y realzado, eficaz y profusamente por el odio. Un odio
genuino y auténtico, cuando al leerlo comprendo
lo que la literatura, el arte de la literatura, puede tener de
inalcanzable y me pregunto qué hago yo escribiendo nada.
Pero también ocurre que alguna
vez mis ideas coinciden con las suyas o con las que cita de algún tercero. Y
entonces, lector comprensivo, me alegro muchísimo y la reconciliación es como
una fiesta. Comentando hace poco un discurso de Muñoz Molina, no compartía yo
su idea de que la creación artística hubiera de ser forzosamente laboriosa.
Ahora encuentro en Borges, en mi permanente relectura de su obra, lo siguiente: “Flaubert
y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son
infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (Cervantes, Shakespeare…)
no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain —un escritor apócrifo de
los muchos inventados por Borges, aclaro—, tampoco. Le parecía que la buena
literatura es harto común y que apenas hay dialogo callejero que no la logre”.
O sea que en esto coincidimos Quain, Borges, gentes del siglo XVI y yo, todos
más o menos de la misma edad.
El
estilo de Borges es, para mí, siempre una delicia: “Cimitarras de Nishapur, en
cuyos detenidos arcos de círculo parecían perdurar el viento y la violencia de
la batalla. […] La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, las
simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad. […] Yo
sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. […] Prefería el verso, porque impide que los espectadores olviden
la irrealidad, que es condición del arte. […] Yo había salido cuando el
amanecer estaba en el cielo. […] Más allá de los barrotes de la ventana, se
dilataban la llanura y la tarde. […] A los lados del tren, la ciudad se
desgarraba en suburbios”.
Es
muy difícil describir en qué consiste el buen estilo. Alguien ha dicho que “la
literatura es el adjetivo” y, en efecto, el ayuntar con acierto, originalidad y
sentido las palabras —todas las palabras, no solamente los adjetivos— es un
mérito incontestable. También la musicalidad, el ritmo, el engarce de los
distintos párrafos. Cuando pretendo mostrar la riqueza de un autor escogiendo
líneas de texto de especial belleza, lo hago como si para describir una
formidable cordillera señalara sus picos más importantes. Si son de imponente
altura, la cordillera en conjunto también tiene que serlo; no es fácilmente imaginable una
llanura salpicada por cimas extraordinarias, aisladas.
Por
supuesto, no basta mostrar las palabras; juegan además, las ideas, los
conceptos. Las ideas son más complicadas de analizar, la belleza del texto es
más inmediata y asequible. Citaré, por ejemplo, una idea borgiana sobre los
laberintos —con este autor hay que estar preparado siempre para el vuelo
intelectual—. Frente a los habituales, todos esencialmente complicados, Borges
habla de “un laberinto griego que es una recta” y nos deja perplejos por un
momento.
Si
se le sabe seguir, si se está atento, nos conduce así, insensiblemente, al
curioso mundo de las aporías o paradojas de Zenón de Elea, un filósofo griego
del sigo V a. de C. La más conocida postula que el veloz Aquiles no puede
alcanzar a una tortuga que le ha precedido en la carrera. La experiencia nos
muestra, sin duda alguna, que esto no es verdad; todo viene de la aceptación de
la divisibilidad infinita, de uno de los muchos posibles extravíos del
pensamiento. Para los de mentalidad más matemática, todo deriva de que la suma
de una serie infinita, si es convergente, es una cantidad finita. Esta
explicación requiere algún tiempo y esfuerzo. En cambio, juzgar sobre la oportunidad, la
belleza de una imagen o metáfora es instantáneo.
Hay también maldades en Borges, la admiración no me ciega. Con
unas pocas palabras, Borges puede hacer una crítica demoledora de cierto mundo
editorial: “uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se
resigna a comprar cualquier libro”. O
ser extremadamente cáustico con algún autor: “los gitanos son pintorescos e
inspiran a los malos poetas”. Son maldades puramente intelectuales, inocentes casi
siempre, perdonables.
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