Como está
recogido expresamente en la Constitución —en la constitución de este blog— los
temas de actualidad no son su principal preocupación. Desgraciadamente, a veces
me veo obligado a referirme a ellos, cuando mi estupefacción sobrepasa ciertos generosos
límites. Como ahora.
Alguien dijo
que si los españoles conocieran el tenor de las deliberaciones de los consejos
de ministros, los aeropuertos se llenarían inmediatamente de gentes tratando de
huir a alguna parte. Estoy seguro de que esto pasa en más países, no sólo aquí.
Pero el caso es que ayer vi en la tele un cara a cara entre Felipe González y
Artur Mas. Bueno, entre González, por un lado, y todo
un tinglado mediático por otro. Y me sonaron las alarmas.
Una vez vi en
un pueblo de la montaña asturiana un partido de fútbol entre dos equipos de la zona. Me
sorprendió no ver un árbitro y también que hubiera veintitrés jugadores en el
campo, doce de un equipo y once de otro. Me lo explicaron enseguida. Mire, aquí
somos nobles y francos, no nos andamos con remilgos y llamamos al pan, pan y al
vino, vino. En vez de tener un árbitro ‘casero’, preferimos que juegue
directamente con el equipo local y así él sabe a qué atenerse y no tenemos que
andar intimidándolo. Cuando el partido es en el campo contrario, el árbitro se
suma al otro equipo, como es justo y lógico. De hecho, vi cómo el jugador-árbitro pitó un penalti clarísimo —me insisten en que la imparcialidad está garantizada con el sistema— y él mismo lo transformó en gol. Todo muy emocionante y original.
Algo así
fue el debate. Ni siquiera pienso que esto supusiera una gran
desventaja para Felipe González, no me quejo de eso. La planura de la charla, el vuelo intelectual
del encuentro fue tal, que ni la equidad más absoluta lo hubiera salvado. El
trato correctísimo, Presidente por aquí, Presidente por allá. Los argumentos más bien orillados en lo banal. Casi
todo lo importante quedó por decir.
Estuvo ausente
lo que, para mí, es el núcleo central de todo este lío: la constatación
imparcial y documentada de que los pueblos, las opiniones, las tendencias
cambian. Esto no debiera sorprender en un régimen democrático, basado
precisamente en esa dinámica. En las elecciones hoy ganan unos y mañana ganan
los otros. Hay una masa de indecisos, de gentes más influenciables, que votan unas
veces en un sentido y otras en el opuesto; todo dentro de una cierta
inmutabilidad. A veces hay cambios más profundos, verdaderos cataclismos,
desapariciones de partidos, masas de votantes que se volatilizan; encarcelados
de un tiempo que llegan al poder; guerrilleros que se alzan como presidentes a
través de la urnas…
Siendo esto
así, ¿cómo se puede meter uno en la aventura de fragmentar un país, en armar
una trapatiesta de consecuencias impredecibles, basándose en sensibilidades
que, aunque fueran claras hoy, mañana pueden cambiar? Las razones para
justificar tal acción tendrían que ser de una contundencia, racionalidad y garantía
de perdurabilidad, difícilmente alcanzables. Hoy queremos la independencia,
somos más los que la queremos. ¿Y mañana? ¿Se tiene la seguridad de que mañana
será así? No era así hace muy pocos años —ni entro en la cuestión de cómo se ha
llegado a esto—, ¿quién sabe lo que traerá el futuro? Las corrientes de opinión
sirven para cambiar un gobierno, para promover la rotación del poder, pero no
para justificar una decisión tan terrible como la de romper un país, salvo en situaciones absolutamente excepcionales, que hagan imposible el error y susciten la aquiescencia universal. Y da casi
igual que el país lleve siglos unido o sea de constitución reciente. Lo que
importa es ese porvenir que desaparece, que se cambia para siempre, sin viable retorno.
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